Superavitario, deficitario y parasitario

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Superávit es un vocablo latino que proviene de superāre y que hace referencia a un sobrante o excedente.

El concepto superávit económico refiere a lo que excede en el haber después de satisfacer todas las obligaciones. Constituye la diferencia positiva de los ingresos sobre los gastos (egresos) de una persona o de una organización durante un período determinado (normalmente no entran en este concepto los préstamos para hacer frente a alguna inversión o deuda ni los capitales de amortización).

El concepto de superávit vinculado a un Estado describe que éste recauda más por impuestos, tasas, retenciones, etc., que lo que gasta en proveer servicios públicos y pagar deudas de un país. Por el contrario, los términos déficit fiscal, déficit presupuestario o déficit público refieren a la situación en la cual los gastos realizados por el Estado y sus administraciones superan a los ingresos en un determinado periodo, normalmente un año. En resumen, el superávit es lo opuesto a déficit.

Sin embargo, en el marco del nuevo paradigma vinculado a la sustentabilidad y la regeneración, estas definiciones ya no alcanzan. Es verdad que tenemos que aportarle al sistema más de lo que le sacamos o extraemos, pero también en cierto que si aspiramos a crear valor integral, esto lo debemos hacer tanto en el plano económico, como los planos ambiental, social y público. Solo personas superavitarias y sostenibles, podrán desarrollar organizaciones, comunidades, culturas y sociedades sostenibles y regenerativas para la dignidad de todos.

La perspectiva biológica

  •  Mutualismo
  • Colaboración
  • Depredación
  • Simbiosis
  • Parasitismo

El mutualismo es una interacción biológica, entre individuos de diferentes especies, en donde ambos se benefician y mejoran su aptitud biológica. Algunos ejemplos de mutualismo son las abejas y las flores, las aves y el ganado, los humanos y la flora bacteriana. En los procesos de mutualismo es importante determinar el grado de beneficio de aptitud, lo cual no es fácil, especialmente cuando las interacciones no son solo entre dos especies, sino que una especie puede recibir beneficios de numerosas otras especies. Las relaciones mutualistas pueden ser consideradas como un tipo de trueque o canjeo biológico en el que las especies intercambian recursos o servicios. Los mutualismos pueden ser temporales (ambas especies obtienen beneficios una de la otra, sin embargo, pueden sobrevivir de manera separada), o permanentes, en este caso una de las partes, o ambas, es estrictamente dependiente de la otra (en este tipo de interacción, un actor no puede sobrevivir sin la presencia de su compañero simbionte). El mutualismo es un fenómeno tan presente en la vida, que tanto humanos como bacterias se enlazan en redes mutualistas con otros organismos, recibiendo beneficios de este tipo de asociaciones. Las relaciones mutualistas juegan un papel fundamental en ecología y en biología evolutiva. Otro papel importante de los mutualismos está en el incremento de la biodiversidad.

En la evolución, la colaboración es el proceso en el que grupos de organismos de la misma especie trabajan o actúan juntos para obtener beneficios comunes o mutuos. Se define comúnmente como cualquier adaptación que haya evolucionado, al menos en parte, para aumentar el éxito reproductivo de los socios del actor. Por ejemplo, los coros territoriales de los leones machos, desalientan a los intrusos y es probable que beneficien a todos los participantes de la manada.

Este proceso contrasta con la competencia intragrupo, donde los individuos trabajan unos contra otros por razones de beneficio propio. Muchas especies animales y vegetales cooperan con miembros de su propia especie, y también con miembros de otras especies.

En ecología, la depredación es el proceso por el cual un individuo de una especie animal caza a otro individuo para subsistir. Un mismo individuo puede ser depredador de algunos animales, y a su vez presa de otros, aunque en todos los casos, el predador es carnívoro u omnívoro. Esta interacción ocupa un rol importante en la selección natural.

En la depredación hay un individuo perjudicado —que es la presa— y otro que es beneficiado —el depredador—, pasando la energía de la presa al depredador, es decir, una especie causa la muerte a otra, para así poder alimentarse de ella, consumiendo la materia orgánica que compone su cuerpo. Sin embargo, hay que resaltar que tanto los depredadores controlan el número de individuos que componen la especie presa, como las presas controlan el número de individuos que componen la especie depredadora; esto se ve reflejado, por ejemplo, en la relación entre los leones y las cebras. Es decir, existen mecanismos internos de control que regulan la convivencia de diferentes especies dentro de los diferentes ecosistemas que ayudan a evitar la superpoblación de una determinada especie, o la supremacía absoluta de una especie por sobre la otra. Esto se debe a que el ciclo de vida dentro del ecosistema se da de forma virtuosa: cada especie al morir pasa a ser alimento para otra, o sea, energía que se va transformando hasta el final del ciclo, se convierte en humus y pasa a formar parte de la Tierra, colaborando de esta forma con el comienzo de un nuevo ciclo. Nada se pierde, todo se transforma.

Ninguna especie toma del sistema más de lo que necesita y todos los seres vivos se rigen por la ley de la termodinámica: ningún ejemplar utiliza más energía de aquella que le es imprescindible para su supervivencia, en consecuencia, el individuo que mejor se adapta es aquel que sobrevive.

Como señalábamos anteriormente, pesar de que existen una gran cantidad de especies que colaboran entre sí para poder mejorar sus capacidades de supervivencia, la base de la interacción es una eterna lucha entre la vida y la muerte. A su vez, a lo largo y ancho del planeta conviven ecosistemas que se mantienen en un equilibrio permanente estable gracias a la dinámica del clima que regula la temperatura del planeta, hasta que sucede un hecho externo que provoca una disrupción y puede llegar a romper dicho equilibrio en un momento determinado, como por ejemplo, el impacto de un meteorito de gran tamaño, pero con el tiempo, el ecosistema se vuelve a ordenar para comenzar con un nuevo ciclo virtuoso que lo lleva al tan deseado equilibrio una vez más. Este es el motivo por el cual, después de cinco extinciones masivas en las que murió más del 98 % de toda la vida del planeta, el sistema Vida se regeneró y continuó.

La simbiosis es la interacción conjunta que tienen dos organismos diferentes, siendo un proceso de asociación íntima, en que una de las partes (o ambas) es estrictamente dependiente de la otra, producto de una historia evolutiva entrelazada. Dentro de este tipo de relaciones se encuentra el parasitismo.

El parasitismo es un tipo de simbiosis, una estrecha relación en la cual uno de los participantes, el parásito, depende del otro, llamado huésped (también denominado hospedante, hospedador o anfitrión), y obtiene algún beneficio. En este tipo de relaciones de explotación, un individuo se alimenta del cuerpo del otro o lo utiliza para perpetuar su ciclo biológico. En la mayoría de los casos de parasitismo, el hospedador percibe un daño o perjuicio por parte del parásito en algún momento del ciclo, e incluso, en algunas ocasiones, el parásito mata al organismo que lo hospeda, lo que se conoce con el nombre de parasitoide.

Durante el proceso, el parásito amplía su capacidad de supervivencia utilizando a otras especies para que cubran sus necesidades básicas y vitales, que no tienen por qué referirse necesariamente a cuestiones nutricionales, y pueden cubrir otro tipo de funciones –por ejemplo, la dispersión de propágulos– o ventajas para la reproducción de la especie parásita. En general, casi todos los animales poseen alguna especie parásita.

Algunos parásitos son parásitos sociales, obteniendo ventaja de interacciones con miembros de una especie social, como son los áfidos y las hormigas o termitas.

El parasitismo puede darse a lo largo de todas las fases de la vida de un organismo, o solo en determinados periodos. Una vez que el proceso supone una ventaja apreciable para la especie parásita, queda establecido mediante la selección natural y suele ser un proceso irreversible, que a lo largo de las generaciones produce profundas transformaciones fisiológicas y morfológicas de la especie.

Existen distintos tipos de parásitos y en diferentes grupos biológicos:

• los virus (que son parásitos obligados)

• las bacterias,

• los hongos,

• las plantas,

• los protistas (como los apicomplejos o algunas algas rojas).

La perspectiva humana

El ser humano, en su carácter de mamífero gregario, vive en manada. Aunque nos cueste reconocerlo, ésta es una característica que está más vinculada al interés que a la solidaridad, ya que cuando los mamíferos se mueven en manada, tienen más probabilidad de sobrevivir al ataque de los depredadores, y los especímenes que mueren primero son aquellos que han demostrado menos capacidad para adaptarse a su entorno, o sea, lo más débiles. Sin embargo, las manadas también compiten entre sí por recursos y territorios.

Por otra parte, el ser humano no escapa a las tres condiciones biológicas antes descritas – colaboración, depredación y parasitismo– respecto de las relaciones entre especies.

Somos sapiens sapiens: sabemos que sabemos y, además, somos seres racionales, lo que nos diferencia del mundo animal y nos permite tomar conciencia de nosotros mismos y de las decisiones que tomamos día tras día, pudiendo de esa forma diferenciar aquello que es bueno, bello y verdadero, de aquello que no lo es; aquello que nos hace bien de aquello que nos hace mal; aquello que construye de aquello que destruye; aquello que une de aquello que divide, separa, enemista y desune. En este sentido, disponemos de libre albedrío. Somos seres libres que tienen la capacidad de elegir (ésta es una enorme responsabilidad que habita en la conciencia de todo ser humano). Somos la única especie que aprendió a dominar el fuego y a cultivar la tierra, que inventó el concepto del tiempo, que tiene la capacidad de contar y acumula más allá de sus necesidades físicas, que puede transmitir su experiencia de forma fehaciente y construir conocimiento colectivo. Somos la única especie que tiene la posibilidad de actuar sobre su entorno modificándolo de forma sustancial. Somos capaces de crear cultura, de desarrollar aleaciones y materiales que no se encuentran en ese estado en la naturaleza, de contaminar y de matar por motivos que nada tienen que ver con la supervivencia. Somos la única especie que tiene conciencia de que va a morir, en consecuencia, hacemos todo lo posible para retrasarla y aspiramos a la inmortalidad. Sin embargo, como bien decía Miguel de Unamuno: “si la nada es lo que nos espera después de la muerte, vivamos al menos tratando de hacer que esto sea una cosa injusta”.

Pero también, tal como afirma el biólogo y filósofo Edgar Morin, somos sapiens demens –somos un poco sabios y un poco “locos” o dementes– y como decía Jung, todos cargamos con nuestra propia sombra tanto a nivel individual como colectivo. “El arquetipo de la sombra es el aspecto negativo de la personalidad, la suma de todas aquellas cualidades desagradables que desearíamos ocultar, las funciones insuficientemente desarrolladas y el contenido del inconsciente personal”. La sombra es ese lugar donde se acumulan nuestros puntos ciegos y nuestros disvalores, que nos condenan a vivir en eterna contradicción y condenados a la insatisfacción. La sombra se hace presente cuando no se respetan la forma y el fondo e, inevitablemente, terminamos trasladando al mundo todas estas características negativas de la personalidad que abren la puerta al absurdo y la locura[1]. De esta forma, el mundo –que es el fruto de la creación humana–se vuelve incoherente y contradictorio, algo que no se observa en la naturaleza, ya que en la naturaleza reina una fascinante coherencia y un equilibrio permanente, estable[2], perfecto que subyace en todo el cosmos. Por lo tanto, frente a la inexorable necesidad de integrar las normas del mundo con las necesidades de nuestra casa común, la Tierra, el gran problema o desafío que enfrentamos los seres humanos es qué hacemos con nuestra propia maldad y nuestra enorme capacidad de destrucción.

Sin embargo, en algún momento del proceso civilizatorio aparece un sentimiento de solidaridad basado en el altruismo, la misericordia y la piedad, que le otorga al homo sapiens rango de humanidad y dignidad. Es en este momento de la evolución cuando a partir de la toma de conciencia del dolor y el sufrimiento propio y ajeno, se hacen presentes la empatía y el altruismo –que siempre nos invitan a convivir desde la ética del cuidado y en una cultura de paz–, y de esa pasamos de la ley de la supervivencia del más apto a la sobrevivencia de la comunidad más solidaria.


[1] El racionalismo los siglos XVII y XVIII nos convenció de que los seres humanos somos excepcionales, virtuosos y geniales, sin embargo, la realidad nos demuestra que también somos feos, sucios y perversos, es decir, que disfrutamos haciendo el mal. El paradigma judeo cristiano aborda este tema y lo explica muy bien en el libro del Génesis. Fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, y por eso somos infinitamente puros y santos, pero lamentablemente nos dejamos tentar por el pecado y desobedecimos al Creador; eso nos sacó de esa condición cuasi divina que tenían Adán y Eva, y solo nos quedó la dimensión humana. Esta explicación teológica explica mucho mejor el sufrimiento y la condición humana que la teoría de la evolución o muchas otras. Porque si Dios es un Dios de amor que perdona, entonces tenemos la oportunidad de honrar la Vida y su sacralidad, porque si la Vida no es sagrada, es decir “algo que merece un trato verdaderamente especial”, entonces nada lo es. Un mundo sin Dios es un mundo sin sacralidad, y en un mundo en el que nada es sagrado, vale todo, muy especialmente aquello que resulta más cómodo y conveniente a los intereses inmediatos y de corto plazo. La única solución es reconocer que somos infinitamente imperfectos, y entender las verdaderas causas del sufrimiento humano para encontrar formas de convivencia que nos ayuden a mitigarlo y sin repetirlo ni aumentarlo.

[2] De todas maneras, desde tiempos inmemoriales la comunidad que mejor se adapta a la realidad es aquella que detenta más capacidad que otra para atacar y defenderse. A tal punto hemos avanzado en esta dirección, que en la actualidad contamos con el armamento suficiente como para destruir varias veces el planeta que habitamos. De ahí el enorme andamiaje de acuerdos, leyes y tratados que tuvimos que comenzar a construir después de la Segunda Guerra Mundial para no terminar con el proyecto humano.


Es verdad que como especie el ser humano forma parte de la naturaleza, pero al mismo tiempo también tiene la capacidad de negarlo y darle la espalda. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser, la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre, un tigre. Sin embargo, un tigre jamás podrá escapar de su “tigritud”, mientras que el ser humano nace con dignidad para ser, pero puede morir completamente deshumanizado.

Un buen ejemplo a nivel colectivo de nuestra característica demens, es la sobreexplotación y degradación que viene sufriendo desde siempre nuestra casa común, el planeta Tierra, cuyas consecuencias son la contaminación ambiental y el cambio climático, producto del Antropoceno.

En la actualidad, ya se conoce el día de la deuda ecológica, que es el momento en el que la humanidad pasó a estar en falta con la capacidad de regeneración de los ecosistemas planetarios. Ese día fue el 19 de diciembre de 1987. Es importante ser conscientes de que a lo largo de la historia de la humanidad el planeta nos vino “financiando” nuestras externalidades hasta esa fecha, lo que nos obliga a tener que volver una vez más sobre el concepto de control de daños e incorporar el de resiliencia, que es el proceso necesario para volver al estado inicial y poder superar la adversidad, adaptarse y recuperarse (es importante que tengamos en cuenta que a pesar de todos los esfuerzos que podamos hacer en pos de la restauración del planeta, hay una enorme cantidad de especies que se han extinguido durante el último siglo por la acción del hombre y que nunca podrán ser recuperadas).

Por lo tanto, si aspiramos a sobrevivir como especie en el largo plazo, debemos comprender que no podemos seguir consumiendo los recursos naturales al ritmo en el que lo venimos haciendo, lo que implica asumir la responsabilidad de tener que evolucionar a nivel global de un comportamiento parasitario, a uno superavitario. Convertirnos en individuos superavitarios supone aportarle al sistema más de lo que le sacamos, producir más de lo que consumimos.

¿Por qué es esto importante?

Porque solo a partir de convertirnos en superavitarios podremos alcanzar nuestro propio sustento y, al mismo tiempo, generar un plus para compartir con los demás, especialmente con los más necesitados y con los que menos tienen.

La libertad personal radica en la posibilidad de poder decir que no, y también en la posibilidad de ser capaces de elegir entre aquellas opciones que a uno le hacen bien, cualquier decisión que vaya en el sentido contrario nos declara esclavos de nosotros mismos y de nuestros errores. Quizás todo sea posible, pero no todo nos es conveniente. Esto conlleva una enorme responsabilidad que es tener que hacernos cargo de nuestras decisiones y de nuestros propios actos. Todos aquellos que somos capaces y estamos sanos, tenemos la obligación moral de ser superavitarios o, al menos, de intentarlo. No exigirle al que puede un comportamiento superavitario, es declararlo incapaz, impotente y denigrarlo como persona.

El reconocimiento de la interdependencia y la colaboración entre todos es parte de este proceso de convertirnos en superavitarios, porque nadie es tan fuerte como para hacerlo solo, ni nadie tan débil como para no tener algo importante para aportar a la fiesta de estar vivos. Todos tenemos derecho a participar del mundo que ayudamos a construir con nuestra presencia, a partir de aportar nuestra singularidad, esfuerzo y trabajo.

Lo contrario de superavitario es deficitario, que consiste en estar casi todo el tiempo en la línea de flotación, algunas veces consumiendo por encima de nuestras posibilidades o produciendo prácticamente lo mismo que consumimos, atrapados de esta forma en un juego de suma cero, en el que no queda ningún excedente para compartir con los demás, en especial con aquellos que menos acceso a las oportunidades han tenido en la vida y que necesitan de nuestro acompañamiento durante un largo periodo para poder llegar a ganarse su propio sustento y salir adelante por sí mismos.

Si nos quedamos instalados durante mucho tiempo en la condición de deficitarios, es muy probable que tarde o temprano terminemos inmersos en alguna forma de parasitismo, viviendo a costa de los demás y del esfuerzo ajeno.

Es verdad que en la sociedad existen determinadas poblaciones o grupos de riesgo que inexorablemente precisan de ayuda, porque por su condición de precariedad y situación de pobreza, no están en condiciones de valerse por sí mismos para asegurarse el sustento y su inclusión social, de modo que hay que brindarles la asistencia que necesitan por el tiempo que sea necesario.

Pero es por demás claro que la beneficencia y la caridad no resultan suficientes ya que no generan verdaderas transformaciones. Y, pese a que siempre habrá personas que necesiten de subsidios y otro tipo de ayuda para poder sobrevivir, hoy se sabe que en lugar de regalar pescado lo más importante es no solo enseñar a pescar, sino además dejar capacidad instalada en esas personas para que puedan desarrollar su propio proyecto de vida a partir de que aprendan a mejorar los procesos y las artes de la pesca, y que de esa forma puedan ir en la búsqueda de su felicidad.

Es una obligación moral de la sociedad en su conjunto que todos aquellos que lo precisen tengan asegurado el pescado que necesiten para comer. Pero para poder avanzar en esta dirección es imprescindible poder contar con la colaboración y el compromiso del futuro pescador. Tal como reza el refrán: “Uno puede llevar el caballo hasta la orilla del río, pero no lo puede obligar a tomar agua”. Este es un tema profundamente relacionado con el principio de solidaridad y con la ética de las emergencias, y sobre el que no cabe ninguna discusión.

Sin embargo, como señala Pedro Opeko, “salvo en casos muy excepcionales, no se debe ayudar sin que haya una contrapartida a la ayuda que se recibe, sino caemos en el asistencialismo, que implica faltar el respeto a la dignidad de la persona humana porque se la hace dependiente de otros y deja de ser libre”.

De todas maneras, siempre existirá un número pequeño de personas, grupos o comunidades que precisarán de la ayuda permanente.

El parasitismo social

A nivel colectivo, existe el parasitismo social, que refiere a un grupo de personas, o a un estrato de la sociedad, que decide vivir a costa de los demás sin hacer ningún esfuerzo por volverse superavitarios en ningún momento de sus vidas. Este tipo de grupos o de comportamientos colectivos conforman un centro de costos que, al obtener ventajas injustas casi siempre reñidas con la ética o la moral, termina convirtiéndose en una carga para el sistema y perjudicando a la sociedad en su conjunto.

En varios países, en diferentes tiempos, especialmente durante períodos de agitación social como la Revolución francesa de 1789, o la Revolución rusa de fines de 1917, se usó la expresión “parasitismo social” para referirse a una clase social entera, como la aristocracia o la burguesía. Entre éstos, los rentistas eran particularmente acusados de vivir a partir de un ingreso no ganado, por lo cual eran declarados oficialmente como parasitarios en oposición a la clase trabajadora.

No obstante, el concepto de clases sociales supuesta o realmente parasitarias, no ha estado históricamente limitado de manera exclusiva a la burguesía. Mientras que los socialistas (sobre todo los de tradición marxista) ven a la “clase dominante burguesa” como parasitaria, las teorías de varios filósofos liberales, y economistas en favor del libre mercado (como el premio Nobel de economía estadounidense Milton Friedman), han acusado de ser parasitarios a cierto tipo de individuos que se encuentran en situación de pobreza económica y que sobreviven gracias a los planes sociales que entrega el estado.

El fenómeno se evidenció en Europa Occidental a mediados del siglo XX con la progresiva aparición de algunos Estados de bienestar (de los cuales la histórica socialdemocracia sueca es el modelo paradigmático pese a que su economía es una de las más abiertas y capitalistas del mundo), que ha tenido como desagradable efecto colateral negativo el hecho de que muchos individuos se hayan convertido en parásitos sociales, llegando a acostumbrarse a vivir de la seguridad social sin tener que trabajar o realizar algún tipo de aporte a la sociedad a cambio de la ayuda recibida.

Al respecto, la pensadora liberal ruso-estadounidense Ayn Rand, en su ética objetivista, define a un parásito social como “aquella persona que no contribuye a la sociedad y que, además, rompiendo las reglas de ésta, se beneficia de ella y termina contribuyendo a su debilitamiento”. Dice Ayn Rand: “Cuando adviertas que para producir necesitas tener autorización de quienes no producen nada, cuando compruebes que el dinero fluye hacia quienes no trafican con bienes sino con favores, cuando percibas que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por su trabajo, y que las leyes no te protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra ti; cuando descubras que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un autosacrificio, entonces podrás afirmar, sin temor a equivocarte, que tu sociedad está condenada”.

En cualquier caso, los parásitos, no importa la especie a la que pertenezcan, siempre se resisten a soltar el huésped que los aloja y nunca lo abandonan por voluntad propia, por lo cual terminan debilitando la salud del cuerpo que habitan y pueden inclusive llegar a matarlo, por lo que no solo no crean ningún tipo de valor, sino que, además, lo destruyen.

Comportarnos como parásitos sociales hasta el punto de matar al huésped que nos alberga, es matar a la gallina de los huevos de oro, o cortar la rama en la que estamos sentados, o quemar las ventanas y las puertas de la casa para calentarnos.

Toda la historia de la humanidad, desde sus inicios estuvo signada por el paradigma del poder basado en la dominación, la capacidad de destrucción, y la supremacía del más fuerte. Pero también lo estuvo por la búsqueda incansable de seguridad, libertad y dignidad. Las instituciones son la forma de organización social que hemos diseñado los seres humanos para solucionar nuestros problemas como humanidad, nos permitieron salir de la opresión de imperios y monarquías, y en algunas regiones del planeta hasta hemos podido construir países republicanos y democráticos, en los que rigen el estado de derecho y los derechos humanos universales.

Simultáneamente, todos los sistemas político-económicos que funcionan hoy en el mundo: el capitalismo, el comunismo, el socialismo de Estado y el capitalismo de Estado en China, comparten un mismo patrón de diseño basado en la economía lineal: inversión, extracción, fabricación/producción, consumo, eliminación y acumulación, y los une una misma característica: son insostenibles. En el ADN de estos cuatro sistemas se ven los mismos efectos: la centralización y acumulación del poder para la defensa de los privilegios de unos pocos y un alto grado de contaminación ambiental e inequidad. De modo que creer que solo falló el capitalismo, nos puede hacer pensar que aquello que podría funcionar en su reemplazo sería el socialismo o el capitalismo de Estado, con lo cual volveríamos a caer una vez más en la misma trampa del falso dilema que no nos permite elevar la discusión y evolucionar hacia nuevas propuestas superadoras de formas sostenibles de desarrollo humano para sociedades regenerativas y sostenibles.

En la era del conocimiento y la conciencia, en la que el mejor futuro posible es el paradigma de la sustentabilidad y la regeneración, nos encontramos con el desafío no solo de convertirnos en superavitarios, sino también con la necesidad de tener que regenerar ecosistemas, sociedades y culturas. En la actualidad, el dilema ya no se plantea en términos de izquierda o derecha, sino en términos de sostenible versus insostenible, por lo tanto, nos enfrentamos a un grave problema de diseño que debemos resolver en pos de una sociedad global más justa y equitativa para todos.

Individuos superavitarios

Una persona superavitaria es un individuo que, operando dentro del marco de la ley, utiliza los recursos que tiene a su alcance y genera más de lo que extrae del sistema, crea valor y es al mismo tiempo una persona sostenible, y en muchos casos, también regenerativa.

Más allá de sus imperfecciones, los superavitarios generalmente son personas optimistas, capaces, que tienen confianza en sí mismos, alta autoestima y capacidad para transformar la realidad con sentido positivo; personas que creen en el esfuerzo propio y en el mérito, que sienten placer por la tarea bien realizada y promueven la cultura del trabajo –“ganarás el pan con el sudor de tu frente”–, y apuestan a los beneficios que se obtienen a través del trabajo, la eficiencia, la eficacia y la productividad.

Pero por sobre todo, son ciudadanos que asumen sus derechos y obligaciones, que se hacen responsables de sus actos, que abogan por la inclusión social y la igualdad de acceso a las oportunidades, la transparencia, la gobernabilidad, la legalidad, la legitimidad, y reconocen la necesidad de que exista validación interna y externa por parte de los diferentes actores de la sociedad para poder operar. Entienden la importancia del pluralismo, la pluralidad, la aceptación y la convivencia para que todos puedan participar de las oportunidades que brindan el progreso y la dignidad.

Administran y respetan al mismo tiempo su propia capacidad de carga y la capacidad de carga del sistema, son democráticos, respetan las reglas y el orden establecidos, y abogan por el estado de derecho y el imperio de la ley.

A partir de la búsqueda de su propósito en la vida, del respeto por su propia singularidad y la aceptación de las diferencias, promueven la simetría en los vínculos e intentan cocrear, codiseñar y cogestionar junto a los demás, aplicando el principio de realidad como el mayor grado de libertad para poder elegir aquello que les conviene y les hace bien, tanto a ellos a nivel personal, como a la sociedad en su conjunto.

Como individuo formado e informado, al mismo tiempo independiente e interdependiente, en el marco de la convivencia pacífica y la cooperación voluntaria, es un espíritu emprendedor que toma riesgos acotados, considerando siempre las recomendaciones que surgen de la prevención y los límites que cuidan.

La creación de valor

Cada persona y cada organización, no importa el sector al que pertenezca, público, privado o social, tiene la responsabilidad de construir valor en su propósito y naturaleza, es decir, ser superavitaria en su propio foco de creación de valor y, al mismo tiempo, crear valor integral (a partir de acompañar y complementar a los actores de los otros dos sectores en el cumplimiento de sus respectivos focos de creación de valor sostenible).

El sector privado, responsable de la creación de valor económico sostenible, tiene el objetivo irrenunciable de generar dividendos económicos. El sector social, cuya función es la creación de valor social sostenible, el objetivo de generar dividendos sociales. Y, por último, el sector público, cuya misión es la creación de valor público sostenible, el objetivo irrenunciable de administrar el poder, proveer educación, seguridad, salud y justicia de calidad, promover el bien común, generar cohesión social y bienes públicos para la sociedad.

Y todos ellos, en forma conjunta, crear valor ambiental y valor eco-espiritual cívico ciudadano en pos de la creación de valor integral, que deviene de la sumatoria de estas cinco dimensiones de creación de valor sostenible.

Quien no asume su responsabilidad de ser superavitario, tarde o temprano se convertirá en un individuo deficitario o parasitario, porque la creación de valor no es un juego de suma cero: si no se crea valor, se lo destruye.

Por último, es gracias a todas las personas superavitarias que crean valor económico e integral y que pagan impuestos, que los gobiernos pueden recaudar los recursos que necesitan para, entre muchas otras cosas, promover el bien común, la cohesión social y desarrollar políticas públicas que aseguren la igualdad de acceso a las oportunidades, brindando asistencia a personas que forman parte de los grupos de riesgo o que se encuentran en situación de pobreza y fuera del sistema.

Individuos deficitarios

El individuo deficitario crea valor, pero también lo destruye; hace uso y explota los recursos a los que accede hasta agotarlos, ya que en el largo plazo siempre termina extrayendo del sistema más de lo que le aporta o genera. Permanece en una situación de frágil equilibrio, porque como consume más de lo que produce, ese sube y baja en el largo plazo termina casi siempre situándolo debajo de su propia línea de subsistencia. Los motivos pueden ser múltiples, ya sea por la forma en la que se autopercibe, porque gasta más de lo que le ingresa, por su incapacidad de ahorro o de generar más ingresos, por su desorden generalizado, todas situaciones que en el largo plazo condenan a la persona a vivir en su vejez de un modo insostenible.

Los deficitarios, generalmente, son personas formadas e informadas pero inseguras, que sostienen el relativismo filosófico frente a la realidad y realizan esfuerzos moderados e intermitentes que nunca alcanzan para hacer la diferencia. Ante el tiempo que les toca actuar y vivir, se declaran impotentes y en gran medida consideran que la responsabilidad de todo los que les pasa es culpa de los demás, ubicándose de esa forma como víctimas del sistema o en el borde del mismo.

Sienten que tienen más derechos que obligaciones y no dudan en reclamar privilegios en favor propio y de los suyos, a través de los mecanismos que otorgan la práctica del autoritarismo, la verticalidad del poder, el nepotismo y el acomodo, con lo que alcanzan algún grado de bienestar y calidad de vida a costa de los favores de los punteros y políticos de turno y del esfuerzo ajeno.

Esta falta de límites y transparencia, la cultura del “yo me merezco todo”, la vocación por la dádiva, sumado a la pereza intelectual, la simplificación y el facilismo, lo llevan, entre otras cosas, a no querer investigar, ni analizar, ni interesarse mucho acerca de cómo se crea la riqueza económica, ni tampoco qué significado tienen el trabajo, la productividad, la eficiencia, la eficacia, la inversión, la rentabilidad, el riesgo empresario, etc, lo que hace que siempre administre mal sus recursos y gaste más de lo que le ingresa, quedando de esa forma con muy poco margen para el ahorro. Por otra parte, su precaria situación económica, eternizada en el tiempo, lo lleva a vivir pidiendo dinero prestado a sus familiares, amigos y conocidos sin poder devolverlo, destruyendo de esta forma su poco capital social y achicando la posibilidad de poder conseguir una garantía para poder solicitar un préstamo bancario, que le permita invertir, desarrollarse y elegir aquello que le hace bien y le conviene.

Individuos parasitarios

Cuando hacemos referencia a individuos parasitarios, no debemos cometer el error de pensar en personas que se encuentran en situación de pobreza económica y que sobreviven gracias a los planes sociales, ya que en muchos casos, estas personas no han tenido ningún tipo de acceso a las oportunidades y han sido víctimas de políticos demagogos y clientelistas que los han sumido en la pobreza económica a cambio de vivir en la indignidad de tener que entregar su voto el día de las elecciones, condenándolos de esta manera a nunca poder emanciparse, no ser autosuficientes, autónomos, y a estar obligados a ser clientes de por vida y no ser dignos de ser.

Sin embargo, también es importante reconocer que, a pesar de tener todo a su alcance en términos de salud y oportunidades laborales, existen muchas personas que eligen vivir de esta forma y no están dispuestas a hacer ningún esfuerzo por cambiarla.

Por lo tanto, cuando hablamos de individuos parasitarios, es importante señalar que también estamos haciendo referencia a políticos que nunca se han preparado para la función pública y que han accedido a formar parte de una lista sábana de forma espuria, a partir de intercambiar favores y de jurar lealtad al caudillo y al partido, y a sus asesores, muchos de los cuales son familiares nombrados a dedo. También nos referimos a banqueros y empresarios prebendarios, que se aprovechan de su acceso a los privilegios de una buena educación y posición social, y al capital económico, y que no dudan en sacar patente de corsarios y corromper el sistema en favor propio, y a profesionales formados e informados, bien organizados, que haciendo caso omiso a sus deberes de ciudadanos eligen vivir a costa de los demás y del esfuerzo ajeno.

A estas categorías, debemos sumar la de los sindicalistas mafiosos que en vez de defender los intereses de sus trabajadores no dudan en vaciar las arcas de las organizaciones que dirigen para su enriquecimiento personal, y los “ñoquis”, empleados públicos que a pesar de detentar un cargo y figurar en las nóminas de sueldo nunca se presentan a trabajar, y solo lo hacen el día de pago.

El individuo parasitario es cortoplacista, aprovechador, inútil, abusivo y promueve formas insostenibles de desarrollo. Generalmente actúa bajo el imperio de la envidia, los celos, la rivalidad y la sospecha, que lo sumen en un estado de resentimiento casi permanente y, en consecuencia, está dispuesto a hacer cualquier cosa en pos de defender y conservar sus privilegios.

Los parasitarios son individuos o grupos humanos improductivos, perezosos, que desconocen sus obligaciones con la sociedad. Marcados por la cultura de la ventaja, se proponen vivir a costa de quienes producen y ahorran, y que de una u otra forma siempre terminan siendo sus víctimas dilectas.

En algunos casos, estos individuos se sienten parte de los elegidos para salvar al mundo y no dudan en anunciarlo a los cuatro vientos en pos de acabar con la desigualdad y la injusticia social, recurriendo muchas veces al despilfarro de los recursos –que siempre son escasos–, sin reconocer que en realidad lo que buscan es adueñarse del poder para sacar provecho propio, promoviendo leyes que solo los benefician a ellos y a sus elegidos, enriqueciéndose a niveles pornográficos y sin importarles el respeto por la ley, el bien común, la cohesión social, la estabilidad del sistema, la cultura de paz, la ética del cuidado y la dignidad de las personas.

En la otra punta de la pirámide, se encuentran aquellos que están convencidos de que hay alguien que tiene la culpa de su situación porque les quitó aquello que les correspondía por derecho propio, por lo tanto, la sociedad debe resarcirlos de los daños que ella misma les ha causado. Jamás hacen una verdadera autocrítica de su condición parasitaria y hay que estar subvencionándolos todo el tiempo y de todas las formas posibles, sin que ellos tengan la obligación de entregar nada a cambio. En su frustración e insatisfacción cotidiana, este individuo opera en un estado de queja o ira casi permanente, y muchas veces incluso recurre a la violencia personal o colectiva, oscilando entre la ilusión y la fantasía desproporcionada de que un día, por arte de magia, de la noche a la mañana, su vida va a cambiar. Sueña con sacarse la lotería, pero jamás compra un billete, y no duda en recurrir a los favores del poder amigo para obtener privilegios en favor propio y de los suyos.

Por último, no debemos dejar de incluir en la categoría de parasitarios, a todos aquellos que desarrollan actividades delictivas, como el juego clandestino, la prostitución, el narcotráfico, el contrabando, la venta ilegal de armas, y también a los mafiosos de todo tipo y color, los que roban, estafan y viven al margen de la ley.

Definitivamente, los parasitarios son personas que tienen comportamientos y conductas diabólicas, es decir que dividen, viven fuera del sistema y muy lejos del contrato social y del pacto cultural que comparte la sociedad en la que viven.

Reflexiones y comentarios

En 2012, en Estados Unidos, dos profesores, Daron Acemoglu y James Robinson, publicaron el libro ¿Por qué fracasan los países?, que se convirtió después en un best seller, sobre todo en el mundo de los que estudian la política y los distintos planos de la vida pública. La obra tiene que ver, de alguna manera, con otra anterior de David Landes - “La riqueza y la pobreza de las naciones”- un reconocido profesor de historia que pasó por las universidades de Columbia y Berkeley (California), para acabar en Harvard. Allí plantean una pregunta que se viene haciendo el pensamiento social, histórico y económico desde siempre: ¿Por qué fracasan las naciones? Y al tratar de responder este interrogante, acuñan un concepto muy interesante.

Ellos hablan de clases dirigentes extractivas”, es decir clases políticas y dirigencias que gobiernan de tal manera que, en vez de desarrollar a las sociedades, de un modo u otro, les “chupan la sangre”. Y eso sucede no solamente desde el punto de vista material y económico, sino también desde el punto de vista de las capacidades, las libertades y la creatividad.

Acemoglu y Robinson, con sólidos argumentos, desechan la situación geográfica o cultural como factores de empobrecimiento y se centran en las consideraciones políticas como elemento esencial del estancamiento económico o de la vuelta atrás después de un período, más o menos largo, de prosperidad. Pues son las instituciones políticas quienes determinan a la postre quién tiene poder en la sociedad y el uso que hace de él, demostrando la sólida unión que existe entre las diversas formas de ejercer la política y la prosperidad o pobreza de las distintas naciones.

En su argumentación, estos autores definen dos tipos de instituciones políticas: extractivas e inclusivas. Las instituciones políticas inclusivas son, según Acemoglu y Robinson, aquellas que están suficientemente centralizadas a la vez que son pluralistas. Mientras que las extractivas son las que concentran el poder en manos de una élite reducida que acaba extrayendo los recursos del resto de la sociedad, de manera que la riqueza que acumulan en lo económico les ayuda al final a consolidar su poder político. Un bucle de muy difícil ruptura como demuestra la historia.

De acuerdo con los autores que comentamos, este tipo de instituciones, aunque diferentes en sus formas, son el origen del fracaso de los países, con el añadido de que cuando existen élites extractivas, siempre aparecerán suficientes incentivos para que otros luchen por sustituirlas. Esto supone que las luchas internas y la inestabilidad creada por conflictos políticos permanentes se convierten en los rasgos inherentes de las instituciones extractivas. Instituciones que son el origen de fuertes ineficiencias que, al final, anulan la centralidad política y llevan al fracaso por la vía de la falta de respeto a la ley, lo que provoca la evidente consecuencia de la ruptura del orden establecido y del caos.

La clave del éxito, por el contrario, está en mantener una pluralidad efectiva. Es decir, en consolidar las suficientes opciones políticas, con absoluto respeto a las reglas del juego, y sin perder el control central en las tareas propias del Estado. Sin un efectivo grado de centralización, según Acemoglu y Robinson, un Estado no podrá representar su papel de imponer la ley y el orden, y mucho menos de fomentar y regular la actividad económica.

La historia es persistente en demostrar que la riqueza de las naciones tiene mucho que ver con las instituciones políticas inclusivas, que son las que están suficientemente centralizadas y son pluralistas. Pero cuando falle alguno de estos propósitos se entrará en las políticas extractivas cuyos negativos efectos son bien conocidos.

En ese incentivo por engordar a la clase dirigente a costa de la sociedad a la que debería representar no habría grietas. Si uno observa y trata de investigar los sótanos de poder de muchos países latinoamericanos, en los últimos 20 años empieza a advertir que -en esos sótanos- hay continuidades y pactos entre facciones políticas de todos los partidos políticos que se enfrentan en la superficie muy dramáticamente y con mucha estridencia, pero que, en el momento de tener que votar leyes que tocan sus bolsillos, terminan las disidencias y votan en bloque para defender sus propios privilegios e intereses de casta parasitaria. Sin lugar a duda, la mayoría de los seres humanos que habitamos este planeta tenemos la posibilidad de elegir ser superavitarios, deficitarios o parasitarios.

Ser superavitarios significa poder ganarnos el sustento con nuestro propio esfuerzo y de esa manera mantener a nuestras familias, pagar impuestos, aportar fondos a las causas sociales que abrazamos, ahorrar para la jubilación con el fin de autofinanciarnos hasta el día de nuestra muerte y crear valor para la sociedad en su conjunto.

Hay personas y grupos de personas que por falta de acceso a las oportunidades o por otros problemas no pueden aspirar a volverse superavitarias y deben ser financiadas de por vida, pero son muy pocas las que se encuentran en esta situación, y generalmente, esto sucede por causa de una enfermedad o discapacidad grave.

Una persona superavitaria puede no solo aspirar a progresar económicamente, sino también a alcanzar los objetivos que se ha propuesto y cumplir su propósito en la vida. Esto exige esfuerzo, estudiar, formarse, cuidarse y animarse a salir al mundo para ofrecer aquello que tenemos para intercambiar con otros, para conseguir un trabajo digno e integrarnos al mercado laboral. Si en el intento no logramos encontrar una empresa, organización, o alguien que halle valor en aquello que tenemos para ofrecer al mercado, entonces será necesario recalcular y comprender que hemos invertido nuestro tiempo en adquirir conocimientos y desarrollar capacidades y habilidades que no tienen valor económico alguno, y comenzar de nuevo con el fin de formarnos y tener en el futuro algo valioso en términos profesionales y laborales para ofrecer. En ese caso, muy probablemente la vocación deberá quedar de lado por un rato y no formará parte de nuestra vida laboral en el corto plazo, ya que nadie tiene asegurado que va a poder trabajar de aquello que quiere o que le gusta, y ésta en particular es una las renuncias que, si fuera necesario, un adulto debe estar dispuesto a hacer para desarrollarse como persona y poder acceder a otras cosas, como por ejemplo, progresar económicamente o formar una familia.

Es muy probable que a muchos lectores les resulten antipáticas estas reflexiones que aquí comparto, pero tienen que saber que a lo largo de toda esta nota no hemos estado hablando más que de las moralejas que surgen de la lectura de las fábulas de “La cigarra y la hormiga” o los “Tres chanchitos”, o de la vigencia de la pereza, uno de los siete pecados capitales.

Es imperioso que los humanos tomemos conciencia de la necesidad de convertirnos cuanto antes en verdaderos ciudadanos superavitarios y reorientar nuestro accionar hacia la creación de valor integral, enfocándonos en la regeneración de los ecosistemas naturales y culturales, y del sistema Vida en su conjunto.

En este sentido, también es imperioso que nos animemos a romper con el status quo actual y la desigualdad que existe entre superavitarios, deficitarios y parasitarios, de tal modo que los dos últimos puedan romper el círculo vicioso en el que se encuentran inmersos, y asuman su protagonismo social y la responsabilidad de ganarse el sustento y no esperar, o especular, con vivir a costa de los demás, para que podamos convivir en una sociedad más justa, equitativa y digna para todos.

El planeta tiene capacidad para financiarnos, pero ya sabemos que es frágil y finito, y que en la actualidad estamos consumiendo los recursos naturales a una velocidad muy superior de la que necesita para regenerarlos. No nos puede financiar eterna ni infinitamente. Por lo tanto, llegó la hora de devolverle lo que le quitamos, practicar la ecoeficiencia, respetar la capacidad de carga de los ecosistemas y empezar a vivir nuevamente de los intereses y no del capital ambiental. Esto solo lo podremos conseguir si asumimos la necesidad de crear valor ambiental y practicar la regeneración como una responsabilidad de todos.

Significa una responsabilidad y un esfuerzo importante que todos tenemos que asumir, aplicando criterios de eficiencia y eficacia en nuestro proceso de toma de decisiones para utilizar la menor cantidad de recursos posible y no desperdiciar, mal utilizar o despilfarrar, especialmente aquellos recursos que por su escasez hoy se consideran bienes sociales. También debemos cambiar nuestros hábitos de consumo y de eliminación de residuos, y comenzar a poner en práctica la regla de las 3 R: reducir, reutilizar y reciclar, todas prácticas que nos conducen a la colaboración, la circularidad y las nuevas economías. No aplicar correctamente estos criterios en la gestión sería mala praxis, que se traduce en imprudencia, incompetencia y negligencia, o una mezcla de las tres.

El Estado, por su parte, tiene que garantizar la igualdad de acceso a las oportunidades y crear las condiciones para que las personas puedan ser superavitarias a partir de su capacidad de intercambiar con otros sus conocimientos y dones a través del trabajo.

Solo de individuos superavitarios y sostenibles devendrán familias, comunidades y sociedades superavitarias y sostenibles.

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