Derechos de la naturaleza

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Un imperativo ecológico: reconocer los derechos de la naturaleza

Por Godofredo Stutzin, abogado, Presidente Honorario-Fundador del Comité Nacional pro Defensa de la Fauna y Flora (CODEFF).

Los platillos de la balanza

Reconocer a la naturaleza como una entidad dotada de derechos es jurídicamente posible, tiene en cuenta una situación real y responde a una necesidad práctica. Así lo sostuve en mi ensayo "La Naturaleza de los Derechos y los Derechos de la Naturaleza". La primera versión de este ensayo llevaba todavía un título interrogativo: "La Naturaleza: ¿un Nuevo Sujeto de Derecho?". También se presentó en forma de interrogante una posterior versión abreviada en inglés: "Should we Recognize Nature's Claim to Legal Rights?". Hoy día, sin embargo, he llegado a la conclusión de que el reconocimiento de los derechos de la naturaleza constituye un imperativo, una verdadera conditio sine qua non, para estructurar un auténtico Derecho Ecológico capaz de frenar el acelerado proceso de destrucción de la biosfera. La plena incorporación de la naturaleza al Derecho en calidad de sujeto se logrará, sin duda, sólo en forma paulatina; por de pronto, basta con establecerla como una meta que ha de señalar el rumbo que debemos seguir.

Cada día es más evidente que, si queremos aspirar a soluciones viables y duraderas de los problemas ecológicos que hemos creado, no podemos seguir ignorando la existencia de una naturaleza poseedora de intereses propios cuya vulneración es la causa de aquellos problemas. Debemos tratar de contrapesar los abrumadores intereses de nuestra sociedad tecnocrática y consumista que colman uno de los platillos de la balanza ambiental, colocando en el otro platillo intereses de la entidad creadora y sostenedora de la vida que es la naturaleza. Para llenar este platillo ya no resultan suficientes intereses más o menos claros de grupos humanos relativamente determinables e identificados en mayor o menor grado con uno u otro aspecto del mundo natural, cuando en el platillo opuesto se han acumulado intereses muy definidos y vigorosos que representan todas las facetas del mundo artificial de la presente era industrial. Tampoco se gana mucho con agregar al contenido del platillo ecológico el "interés público" o "interés general de la sociedad", toda vez que este interés, además de ser en muchos casos difícil de precisar, puede fácilmente interpretarse como contrario a la protección de la naturaleza por la tendencia prevaleciente de identificar el interés de la humanidad con el de la tecnocracia; con ello se llega a justificar cualquiera aberración, incluso la guerra atómica.

La única manera de equilibrar la balanza y ponderar debidamente las necesidades de la biosfera frente a las pretensiones de la tecnósfera consiste en reconocer a la naturaleza como parte interesada en los conflictos ambientales y permitirle asumir en nombre propio la defensa del mundo natural. El mal funcionamiento de la balanza, que se va acentuando día a día, ha sumido al planeta en la actual crisis ecológica sin precedentes. La gran perdedora no es solamente la naturaleza, sino la propia humanidad cuyos intereses, en definitiva, coinciden plenamente con los de la biosfera por mucho que se quiera hacernos creer lo contrario. Por lo mismo, el reconocimiento de los derechos de la naturaleza, lejos de atentar contra los derechos de los seres humanos, constituye una garantía de que estos derechos sean apreciados en su verdadero significado y alcance y de que sean debidamente resguardados ante las presiones ejercidas por una tecnocracia deshumanizada.

La guerra contra la naturaleza

No obstante ser producto y parte integrante de la naturaleza, el hombre se ha ido disociando de ella hasta el punto de convertirse en su enemigo, librando en contra de ella una guerra de agresión cada vez más intensa y extensa.

Habiendo creado un mundo artificial, la tecnósfera, se esfuerza por superponerlo e imponerlo al mundo natural, la biósfera. La explotación y la manipulación de la naturaleza no sólo han experimentado un vertiginoso aumento cuantitativo, sino que han sufrido, en consecuencia, un profundo cambio cualitativo que las hace incompatibles con la normal subsistencia y evolución de los elementos de la biósfera y las convierte en agentes de supresión y sustitución de la naturaleza. Los componentes animados de ésta, depositarios y transmisores de la vida, han sido sometidos a un acelerado y generalizado proceso de alteración y exterminio, mientras que los componentes inanimados, en que aquéllos se sustentan, son objeto de perturbaciones y deterioros de creciente envergadura y gravedad. En gran parte, las armas que el hombre de nuestra era emplea en su guerra contra la naturaleza han sido forjadas en las guerras que ha librado consigo mismo; son un subproducto de la agresividad humana intraespecífica. Así, la agresión a la naturaleza es, a la vez, consecuencia directa de la autoagresión del hombre y, por sus efectos en el medio humano, causa determinante de la misma.

El desarrollo hipertrófico de la tecnósfera a costa de la integridad y vitalidad de la biósfera, junto con provocar la separación material entre el hombre y la naturaleza, se ha traducido en el alejamiento mental y espiritual de aquél de la esfera de vida natural. El mundo tecnológico y urbanizado que hemos superpuesto al mundo de la naturaleza se nos ha impuesto a nosotros mismos, induciéndonos a considerarlo, no como un medio artificial, sino como el medio natural nuestro. De este modo, la grieta que se ha abierto entre hombre y naturaleza no sólo se ensancha, sino que también se ahonda rápidamente. A nuestro desconocimiento de la naturaleza se añade nuestra incomprensión de su manera de ser y de nuestras relaciones con ella. A pesar de que nuestras agresiones a la biósfera repercutan cada vez con mayor intensidad en nosotros mismos, como una especie de sanción automática correspondiente a la violación de las leyes de la naturaleza, se nos hace muy difícil sentirnos solidarios e identificarnos con esta última, que es la víctima primaria de esas agresiones, y coordinar nuestra defensa con la de ella. Debido a nuestra programación como "Homo faber technologicus", preferimos confiar en los remedios que nos ofrece la tecnósfera, aunque ellos muchas veces resulten, para el mundo natural, peores que la misma enfermedad. Subsiste de este modo el antagonismo entre nosotros y la naturaleza, aun cuando compartimos con ella los daños que le ocasionamos.

La ofensiva total que, como continuación de la Segunda Guerra Mundial en otro terreno, ha desatado la humanidad contra la naturaleza se ha visto coronada de un éxito sin precedentes: por primera vez en la historia conocida de la tierra se está manifestando un retroceso y un desmoronamiento a escala global de todos los elementos de la esfera de la vida. Ha quedado de manifiesto que la naturaleza, pese a su poder de resistencia y regeneración, es esencialmente vulnerable cuando es atacada sin escrúpulos en todos los frentes, lográndose de este modo desbaratar sus defensas y desarticular su organización. El colapso y la desaparición de ecosistemas y especies marcan el camino de la derrota del mundo natural viviente. Las contraofensivas de la naturaleza inanimada en forma de catástrofes y cataclismos, motivadas en gran parte por la muerte de componentes vivos de la biósfera (como las inundaciones y sequías causadas por la deforestación), no son capaces de resucitar a éstos y sólo logran devolverle la mano al hombre, demostrándole el carácter relativo de su pretendida omnipotencia y el efecto de "boomerang" que producen las armas que emplea contra el mundo natural.

Mención aparte merece una de las armas más destructivas con que el hombre arremete contra la naturaleza: la "bomba de población". Aunque esta arma “sui generis” aparentemente pertenece al arsenal de la vida y a los productos de la naturaleza, ella constituye, en realidad, un implemento de fabricación humana que atenta contra la vida de la naturaleza del mismo modo que el cáncer atenta contra la vida de los organismos. La explosión demográfica de la especie humana, causada por la reducción artificial de su mortalidad que no ha sido compensada, hasta ahora, por la reducción equivalente de su natalidad, vulnera el principio del equilibrio biológico que rige toda la organización de la vida, no sólo la del macrocosmos de la biósfera, sino igualmente la del microcosmos de cada ser viviente.

Así como el crecimiento explosivo de las células cancerosas trastorna el equilibrio del cuerpo humano, el incremento no menos explosivo de nuestra especie destruye el equilibrio de la naturaleza: en ambos casos el efecto es la muerte.

La reacción ecologista

Los estragos cada vez más notorios causados por la guerra contra la naturaleza han provocado una lenta, pero creciente reacción en las filas de la humanidad. Lo que no consiguieron las manifestaciones de vida del mundo natural, lo han logrado sus señales de muerte: despertar la conciencia ecológica de "homo sapiens" y crear un movimiento de opinión y acción en favor de la defensa de la naturaleza. Un cuádruple interés motiva esta defensa: a) el interés material inmediato de proteger el medioambiente humano actual contra la contaminación y el deterioro de sus elementos naturales; b) el interés material mediato de resguardar este ambiente y sus recursos naturales en beneficio de las futuras generaciones humanas; c) el interés inmaterial de conservar el mundo natural por razones afectivas (afinidad y amor), espirituales (goce estético y vivencia emotiva) e intelectuales (formación educativa y estudio científico); y d) el interés moral de cuidar y defender las formas y condiciones de vida de la naturaleza en atención a su valor intrínseco.

Desde el punto de vista del interés material, la reacción ecologista frente a la conquista de la biósfera por la tecnósfera nace esencialmente del creciente convencimiento de que los procedimientos de ésta, en lugar de ser más perfectos que los de aquella, adolecen de graves fallas por lo que a la larga son mucho menos eficientes y convenientes que los métodos que usa la naturaleza. Comparados con los extremadamente sutiles y complejos mecanismos de esta última, afinados durante una labor creativa de tiempo inconmensurable, los mecanismos inventados por el hombre necesariamente resultan rudimentarios e improvisados, no obstante todo el ingenio invertido en su elaboración. Los desastrosos efectos de la ruptura de los equilibrios naturales por las actividades inspiradas en la mentalidad tecnológica han llevado al movimiento ecologista a la conclusión de que es urgente llamar a la "bruja" naturaleza para que ponga atajo a los desaguisados de su "aprendiz" humano.

Por otra parte, la presencia del interés moral en la motivación ecologista apunta al advenimiento de una nueva época en la evolución del pensamiento ético: la extensión de los postulados éticos a las relaciones del hombre con la naturaleza. Esta nueva dimensión de la ética refleja la culminación de un proceso de ampliación de la conciencia humana que reviste un doble aspecto: por un lado, la ampliación de los conceptos de identidad y comunidad y, por otro, la ampliación del concepto de responsabilidad. En el primer aspecto, el hombre, después de identificarse progresivamente, por lo menos en teoría, con todos los miembros de su propia especie, está empezando a reconocer la fundamental identidad que existe entre todos los seres vivientes. Del mismo modo, después de descubrir paulatinamente las relaciones de comunidad existentes en el seno de la humanidad, se está dando cuenta de que estas relaciones se extienden a todo el mundo natural. En el segundo aspecto, el hombre ha ido complementando poco a poco el concepto de dominio con el de responsabilidad, el derecho con el deber, reemplazando la noción de amo absoluto por la de administrador; después de reconocer estos conceptos, teóricamente, en el trato con sus semejantes, los está comenzando a aplicar en sus relaciones con la naturaleza.

El objetivo final del movimiento ecologista es la paz. Se trata de reemplazar el espíritu belicista, que pretende sojuzgar la biósfera por la tecnósfera, por un espíritu pacifista que favorezca la coexistencia de ambas esferas en un clima de respeto por sus respectivas necesidades y posibilidades de desarrollo. Dada la estrecha vinculación que existe entre la guerra del hombre contra la naturaleza y la guerra del hombre contra el hombre, tanto en el ámbito real como en el aspecto mental, el movimiento ecologista ha llegado a ser necesariamente un movimiento antibélico (como la demuestran los Verdes en Alemania Federal). Por la misma razón, los antiecologistas tienden a identificarse no sólo con las actividades de devastación de la naturaleza, sino igualmente con las actividades probélicas que amenazan con aniquilar a la humanidad (por ejemplo, la promoción de la energía nuclear).

Derecho ambiental y Derecho ecológico

Como herramienta para la defensa ecológica se ha forjado y se sigue perfeccionando una nueva rama del Derecho que ha sido denominada "Derecho Ambiental o Derecho del Entorno". Como su nombre lo indica, esta rama jurídica se concibe como un conjunto de normas que tienen por objeto proteger el medio ambiente humano. Sin embargo, la verdad es que este nuevo Derecho es víctima de un conflicto de doble personalidad: por un lado, enfoca y trata de cuidar el ambiente humano propiamente tal; por el otro, extiende su mirada y preocupación a la totalidad del mundo natural. En el primer aspecto, pretende evitar el menoscabo de determinados intereses humanos; en el segundo, aspira a resguardar elementos y procesos de la naturaleza vinculados o no a intereses humanos determinables. Dada esta amplitud de su campo de acción, el nombre de "Derecho Ambiental o "Derecho del Entorno" le queda chico a esta flamante rama jurídica: habría que rebautizarla como Derecho Ecológico. Así le será más fácil liberarse de las anteojeras que reducen toda la biosfera a la calidad de marco de la existencia humana y, por consiguiente, distorsionan la visión del legislador y del juez conforme a esta perspectiva linear y estrecha de la realidad.

Por otra parte, para reclamar su reconocimiento como entidad jurídica, la naturaleza necesita descubrir su propio rostro, afirmando su independencia del hombre en vez de seguir llevando el disfraz de ambiente humano. Este reconocimiento es de vital importancia para el Derecho Ecológico, el cual requiere de la presencia de la naturaleza como parte en los conflictos que debe solucionar, porque de lo contrario, en la mayoría de los casos, sus normas no serán debidamente formuladas ni aplicadas por falta de identificación y representación de la víctima de las agresiones o amenazas ecológicas. Mientras que éstas repercuten casi siempre, en una u otra forma y en mayor o menor grado, en la naturaleza, sus efectos muchas veces no alcanzan a seres humanos o sólo los alcanzan en mínima proporción o de manera poco detectable. De ahí que la concurrencia de la naturaleza a la contienda, sola o junto a víctimas humanas, resulta imprescindible para el debido cumplimiento de los objetivos que persigue el Derecho Ecológico.

No es suficiente que el Derecho Ecológico considere a la naturaleza como un "bien jurídico" y la proteja como tal, en lugar de reconocerla como sujeto de derechos. Mientras siga siendo meramente un bien, la naturaleza estará subordinada a los intereses utilitarios del hombre y su valor se medirá con la vara de estos intereses que, por muy generales y amplios que sean, siempre reflejan de alguna manera las tendencias propias de la tecnósfera, reñidas básicamente con las necesidades de la biosfera. De "interés jurídicamente protegido" en el sentido de "bien jurídico" (según la definición de Maurach), objeto de la norma jurídica, la naturaleza debe convertirse en sujeto del "interés jurídicamente protegido" en el sentido de "derecho" (según la definición de Ihering) para que la norma pueda realizar su función de promover la justicia ecológica.

La naturaleza como entidad real

Mientras que, por un lado, el hombre contemporáneo se ha alejado de la naturaleza, por el otro, ha logrado acercarse a ella merced a un mejor conocimiento y una mejor comprensión de su modo de ser y de actuar. Frente al enfoque económico del mundo natural como de una simple acumulación de recursos explotables, ha surgido la visión ecológica de la naturaleza como de una entidad universal infinitamente compleja e interrelacionada en todos sus aspectos, firmemente estructurada y organizada, esencialmente dinámica y en constante desarrollo. A medida que se avanza en las observaciones e investigaciones bioecológicas, se van revelando uno tras otro los secretos del funcionamiento de esta inmensa "empresa de la vida" que ha estado trabajando desde tiempos inmemoriales en la producción de una gama inagotable de seres vivos, manteniendo siempre un perfecto equilibrio entre todos ellos y con los demás componentes de la biosfera. Ya no se puede desconocer la existencia real de esta entidad integral llamada naturaleza, constituida por una infinidad de partes siempre cambiantes e interconectadas, cuyo todo es más que la suma de estas partes y que representa el principio de la vida misma.

En presencia de esta realidad el hombre está en la obligación ineludible de entablar relaciones conscientes con la naturaleza como tal y de hacer lo posible por entenderla y por entenderse con ella. Para lograrlo es preciso que reconozca que la naturaleza posee intereses propios que son independientes de los intereses humanos y muchas veces contrapuestos a éstos en la perspectiva temporal. El interés básico de la naturaleza, lo mismo que el del hombre, consiste en poder vivir y desarrollarse libre y plenamente. Al igual que el hombre, la naturaleza desea que la dejen tranquila y le permitan realizarse en armonía con sus finalidades y posibilidades. Este interés general básico se refleja en los múltiples intereses relacionados con los diferentes componentes del mundo natural.

Mientras no sean afectados por las actividades humanas, estos intereses permanecen latentes, en espera de que su vigencia sea puesta a prueba frente a determinados intereses del hombre.

Siendo la naturaleza una entidad esencialmente dinámica, su existencia se confunde con el desarrollo. El poder desarrollar sus facultades creativas lo más libre y plenamente posible constituye para ella un interés inseparable del interés de poder existir. Es necesario que el hombre reconozca este interés legítimo de la naturaleza en los mismos términos en que reconoce el interés de la sociedad de promover el desarrollo en el ámbito científico-técnico. Actualmente, mientras que se insiste por todos los medios en desarrollar las potencialidades de la tecnósfera, no solamente se ignoran las potencialidades de la biósfera, sino que se hace lo posible por dificultar e impedir su desarrollo, cercenándolas y anulándolas en nombre de un presunto progreso que se identifica con el reemplazo de lo natural por lo artificial. Así como el supuesto desarrollo proclamado por los defensores del modelo tecnocrático-consumista arrolla y destruye las posibilidades de desenvolvimiento de lo auténtico y autóctono en la esfera humana, así también arrolla y destruye las facultades de la naturaleza de proseguir su evolución y continuar dando muestras de su capacidad creadora. Si bien, por lo general, los procesos de desarrollo del mundo natural son más lentos que los del mundo tecnológico, no cabe duda de que casi siempre resultan más saludables para la tierra y, por ende, para la humanidad.

La evolución de la naturaleza se realiza de conformidad con dos principios fundamentales: diversidad y equilibrio. Ambos se complementan y se sostienen mutuamente: la diversidad de las formas de vida se mantiene gracias al equilibrio existente entre ellas; y el equilibrio, por su parte, descansa en la diversidad de los elementos presentes en el mundo natural. El interés básico de la naturaleza consiste, por lo tanto, en vivir y en desarrollarse no de cualquiera manera, sino conforme a su propia ley caracterizada por esos dos principios. Pues bien, son precisamente estos pilares de la organización de la naturaleza los que son atacados violentamente por el hombre: por un lado, se elimina la diversidad, reemplazándola por la uniformidad; por el otro, se rompen los equilibrios, produciéndose desequilibrios cada vez mayores. Cualesquiera que sean los elementos naturales específicos afectados, estos ataques van dirigidos contra la naturaleza toda, ya que comprometen las bases mismas de su estructura.

Las infinitamente variadas formas de vida existentes en un momento dado reflejan, en primer término, el esquema de funcionalidad imperante en la naturaleza, basado en la aptitud de los diferentes elementos de funcionar adecuadamente dentro del conjunto del cual forman parte. Sobresalen, por lo tanto, en cada elemento los rasgos que le son útiles desde este punto de vista. Sin embargo, la sola noción de utilidad no explica exhaustivamente la inmensa variedad de las manifestaciones de la naturaleza. Es necesario recurrir al concepto de la creatividad en sí para comprender la esencia del mundo natural. Este mundo, en toda su inconmensurable diversidad, constituye la expresión de una enorme fuerza creadora que tiende a manifestarse permanentemente de la manera más amplia y perfecta posible. El valor intrínseco de sus creaciones no se agota en lo funcional, lo útil, sino que abarca también todos los demás aspectos que, desde la perspectiva humana, pueden definirse como lo bello, lo curioso, lo grandioso o lo emocionante.

Por consiguiente, el interés de la naturaleza no se reduce a conservar y desarrollar sus componentes en razón y en la medida de su mera funcionalidad y utilidad, sino que se extiende a la defensa de todo lo creado por insignificante e inútil que pueda parecer (hay que considerar también, a este respecto, la limitada visión que el hombre tiene, por lo general, de las creaciones de la naturaleza y de sus cualidades intrínsecas).

La naturaleza como persona jurídica

La existencia real de la naturaleza constituye un antecedente favorable, pero no indispensable para que el Derecho Ecológico la reconozca como persona jurídica. Si sus intereses son dignos de recibir protección jurídica y, por consiguiente, convertirse en derechos, debido a que de esta manera se pueden cumplir mejor los fines de justicia y bien público que el Derecho persigue, nada obsta a que éste confiera a la naturaleza la calidad de sujeto de derechos y, por ende, la de persona jurídica, aun en el caso de que ella no tuviere existencia real, sino que fuera una mera ficción jurídica. Este es precisamente el caso de gran parte de las entidades de carácter anónimo a las cuales la ley reconoce existencia como personas jurídicas, con la circunstancia agravante de que muchas de ellas representan intereses no coincidentes y aun incompatibles con el bien general. El caso de la naturaleza es diferente: no solamente tiene existencia "natural" y reúne condiciones inigualables de organización, estabilidad, vitalidad y autonomía, sino que además cumple la función de mantener en nuestro planeta la esfera de la vida de la cual depende nuestra propia existencia.

Es difícil concebir una finalidad que sea más digna de protección jurídica que ésta. En consecuencia, tanto por "antigüedad" como por "mérito" la naturaleza puede reclamar para sí la calidad de persona jurídica; y al Derecho Ecológico le conviene otorgársela.

Obviamente, la naturaleza es una persona jurídica muy especial, “sui generis”, que rebasa los límites tradicionales del Derecho. Su reconocimiento constituirá otra etapa en la evolución del campo de lo jurídico, el cual se ha extendido incorporando paulatinamente terrenos que antes correspondían sólo al ámbito moral o aun a la esfera del mero arbitrio. En el curso de esta evolución han ido adquiriendo carta de ciudadanía jurídica, como sujetos de derechos propios, todos aquellos seres humanos que antes se encontraban "extramuros" y se consideraban como meros objetos de derechos ajenos. Cada paso en el progresivo abandono de las limitaciones del Derecho fue calificado al principio como una "extralimitación"; sin embargo, más adelante tuvo que ser reconocido como un legítimo avance. Si bien el Derecho se impone por el poder, su objetivo es la protección de quienes carecen de poder: cada ampliación de la esfera jurídica implica una reducción de la esfera del poder. Al extender su manto protector a la naturaleza, el Derecho lo hace porque ésta se encuentra hoy en situación de inferioridad frente a una humanidad que dispone de un poder de destrucción cada vez mayor.

Dada su condición de contraparte de la humanidad en todos los niveles, la naturaleza reviste el carácter de una persona jurídica a la vez supranacional y omnipresente cuyos derechos pueden y deben hacerse valer en todos los ámbitos, desde el mundial hasta el local. Se trata de una persona jurídica de Derecho Público que puede asimilarse a una "Fundación para la Vida", la cual ha sido creada por sí misma (o ha sido creada, si se quiere, por un Creador) para hacer del planeta tierra la morada de un universo de seres vivientes.

El Patrimonio de la Naturaleza

Al igual que todas las fundaciones, la naturaleza consiste esencialmente en un patrimonio afecto a un fin. Este "patrimonio de afectación" de la naturaleza comprende la totalidad de los elementos del mundo natural, animados e inanimados, todos los cuales desempeñan de una manera u otra, una función en el seno de la "empresa de la vida". Como la "natura naturans" y la "natura naturata" de Spinoza, la naturaleza y su patrimonio se identifican de hecho, pero pueden distinguirse conceptualmente como expresión ideal y expresión material, respectivamente, de la entidad universal. Este doble aspecto de la naturaleza confiere a sus derechos un carácter a la vez patrimonial y extrapatrimonial, de derechos de propiedad y de derechos de la personalidad. Al asumir la defensa de cualquiera de sus componentes ante una agresión humana, la naturaleza ejerce al mismo tiempo su derecho a la vida e integridad y su derecho de dominio por ser el elemento afectado tanto parte representativa de ella misma como parte integrante de su patrimonio.

Es la naturaleza misma como entidad universal la que hace valer sus derechos, no el ser u objeto natural individual respectivo. Esta presencia unitaria del mundo natural en el terreno jurídico resulta a todas luces preferible a una presencia fragmentada en que cada elemento defiende solamente sus propios derechos. Desde el punto de vista teórico, esta situación refleja mejor la realidad ecológica y responde mejor a las exigencias jurídicas. Y desde el punto de vista práctico, es indiscutible que la defensa ejercida en nombre de la naturaleza toda, basada en los intereses generales de ésta, posee mucho mayor peso que la defensa entablada sólo en nombre de un elemento específico del mundo natural, fundada en los intereses puntuales de éste. Lo anterior no se opone, sin embargo, a la existencia de derechos propios de los seres vivos, diferentes de los derechos de la naturaleza. Estos derechos particulares corresponden a intereses que no coinciden con los de la naturaleza en general. Es el caso de los animales que, como seres sensibles, tienen el derecho de que no se les haga víctimas de sufrimientos físicos o psíquicos, aunque las acciones u omisiones humanas que causen estos sufrimientos no puedan considerarse como dañinas desde el punto de vista ecológico.

Los derechos de la naturaleza sobre su patrimonio coexisten con los derechos que personas humanas tienen sobre los bienes de ese patrimonio. Hay que distinguir, en consecuencia, el dominio ecológico del dominio civil. Aquél equivale a una limitación de éste: el derecho de propiedad de las personas sobre los elementos del mundo natural no es absoluto, sino que se encuentra condicionado por la "función natural" que éstos desempeñan como parte del patrimonio de la naturaleza. Esta situación es comparable, en cierto modo, a la limitación del mismo derecho de propiedad que se desprende de su "función social". Los propietarios de bienes de la naturaleza, al ejercer las facultades inherentes al dominio sobre ella, deben tomar en consideración las necesidades de la biósfera y no pueden alterarlos sustancialmente ni menos destruirlos o desafectarlos de su destino natural sin la autorización debidamente fundada de quienes representen los intereses de la naturaleza. Esta norma rige no sólo para los particulares, sino con mayor razón para los encargados de la cosa pública, quienes deben observarla tanto en el manejo de los bienes de dominio público como en la planificación del uso de los recursos naturales en general.

La representación de la naturaleza

Como toda persona jurídica, la naturaleza requiere de representantes que hagan valer sus derechos en la práctica, complementando la capacidad de goce con la de ejercicio. Es obvio que estos "procuradores de la naturaleza" deben identificarse con los intereses de su representada. Corresponderá la representación, en primer término, a las entidades cuya finalidad sea precisamente la protección de la naturaleza, ya sea en forma general o en relación con ciertas materias o aspectos. Además, podrán actuar en nombre de la naturaleza y en su defensa todas las personas jurídicas y naturales que posean la necesaria idoneidad y cuyos intereses coincidan en la materia "sublite" (entendiéndose por "litis" toda controversia, judicial o no, sobre materias ecológicas) con los intereses de la naturaleza. Finalmente, será necesario crear organismos públicos autónomos, a niveles tanto mundial como nacional y local, que tengan a su cargo la representación de la naturaleza con amplias facultades y con plena independencia "de jure" y "de facto", sin perjuicio de la intervención, ya sea complementaria o subsidiaria, de los representantes antes mencionados. A estos "Defensores Públicos de la Naturaleza" o "Consejos de Defensa de la Naturaleza", como podrían llamarse entre nosotros, les corresponderá también ejercer las funciones de un "ombudsman" que recoja y haga valer debidamente las inquietudes ecológicas de la comunidad.

Actualmente, como la naturaleza aún viste el ropaje del medio ambiente humano y sus intereses se defienden bajo la bandera del interés humano, se plantea un doble problema con respecto a las personas que deben o pueden encargarse de su protección legal. En cuanto a las autoridades a las cuales incumbe esta protección, sus términos de referencia son esencialmente los del ambiente humano y de los intereses de la colectividad humana, no los de la naturaleza misma. En consecuencia, ellas están sujetas a todas las contingencias de la política ambiental y, por lo general, no se encuentran capacitadas ni motivadas para resistir la presión de tendencias perjudiciales para la naturaleza, pero favorables de alguna manera para la colectividad humana, ni tampoco para defender a la naturaleza en asuntos que no parecen interesar a esta colectividad. En lo que atañe a los particulares que desean hacerse cargo de la protección de la naturaleza por la vía legal, los sistemas jurídicos vigentes no les conceden generalmente la facultad de hacerlo, salvo cuando pueden acreditar que esta protección corresponde a su legítimo interés personal, ya sea individual o colectivo. Por excepción, en algunos países la ley otorga a ciertas instituciones el derecho de actuar administrativa y judicialmente en defensa del medio ambiente; en otros, la jurisprudencia ha dado pasos similares. Subsiste, sin embargo, el problema fundamental de cómo conciliar las necesidades de protección eficaz de la naturaleza con las exigencias de forma y de fondo del Derecho. Este es el nudo gordiano que no puede ser cortado sino usando la espada de los derechos de la naturaleza.

El proceso de reconocimiento jurídico de la naturaleza

El reconocimiento de la naturaleza como sujeto de derechos es un proceso de evolución gradual, tal como lo ha sido su incorporación al Derecho en calidad de bien jurídico. Paulatinamente, este bien está adquiriendo caracteres de autonomía y personalidad y recibiendo un trato de especial deferencia y respeto. La más reciente demostración de este nuevo trato ha sido la aprobación de la "Carta Mundial de la Naturaleza" por la Asamblea General de las Naciones Unidas. En ella ya no se habla del medio humano, como se hacía en la Conferencia de las Naciones Unidas celebrada en Estocolmo diez años antes, sino que se nombra derechamente a la naturaleza. Es un documento que puede considerarse como una especie de cartas credenciales presentadas por la naturaleza ante el organismo máximo de la humanidad. Aunque por ahora carece de fuerza jurídica obligatoria, su objetivo consiste evidentemente en adquirirla mediante la dictación de leyes nacionales en que se incorporen sus principios. Sea como fuere, no cabe duda de que la Carta ha de influir en la orientación del Derecho Ecológico hacia la admisión de la naturaleza como entidad jurídica.

Sin embargo, dado el peso de la inercia en materia jurídica, el reconocimiento de los derechos de la naturaleza tendrá por algún tiempo carácter no oficial, implícito y generalmente puntual. Sólo con el transcurso del tiempo y por la presión de los hechos, que son aun más porfiados que el Derecho, la naturaleza obtendrá, primero en la doctrina, más tarde en la jurisprudencia y finalmente en la legislación, la condición jurídica que le corresponde y que le permitirá hacer valer plenamente los derechos que le son inherentes.

Efectos del reconocimiento jurídico de la naturaleza

Efectos generales

Del mismo modo que los conceptos y las normas prevalecientes en la sociedad van conformando los conceptos y las normas del Derecho, éstos últimos van influyendo, a su vez, en el modo de pensar y actuar de la colectividad. La elevación de la categoría jurídica de la naturaleza, se traducirá, sin duda, en el mejoramiento de su condición social y, por consiguiente, en la adopción de políticas y normas de conducta que la favorecen. Se respeta a quien goza de derechos, mientras que se desprecia a aquel que carece de ellos. El efecto psicológico del reconocimiento de los derechos de la naturaleza podrá llegar a ser más importante que los efectos netamente jurídicos de este reconocimiento, tal como ha sucedido cada vez que se ha ampliado el ámbito de los derechos humanos. El Derecho Ecológico proyectará a la comunidad su inspiración conservacionista y cumplirá de este modo la función educadora que le es inherente y cuya meta se sitúa más allá de la mera observancia de los preceptos legales. Habrá dado un paso que le permitirá abandonar su posición en la retaguardia del movimiento ecologista y ocupar un puesto en la vanguardia, señalando rumbos en vez de seguirlos.

La personificación de la naturaleza por el Derecho Ecológico la transformará en interlocutoria válida del hombre y en tal calidad podrá ayudarle a éste a orientar sus acciones y decisiones hacia la defensa y el desarrollo de estilos de vida que concuerden con su propia y olvidada calidad de ser natural. Una naturaleza con voz y voto en el quehacer humano contribuirá a aumentar las posibilidades del reencuentro del hombre consigo mismo. La tribuna del derecho servirá de lugar propicio para un diálogo entre la naturaleza y el hombre cuyos resultados no podrán ser sino favorables para ambas partes.

Efectos jurídicos

Los efectos propiamente jurídicos del reconocimiento de los derechos de la naturaleza pueden agruparse en cuatro rubros: identificación, simplificación, vigorización y unificación del Derecho Ecológico.

Identificación

Para comprender la verdadera identidad del Derecho Ecológico es preciso comprenderlo, no como un compartimento más del Derecho tradicional, sino como una nueva dimensión de lo jurídico, la cual abarca las relaciones del hombre con la naturaleza. Todas las relaciones específicamente regidas por el Derecho Ecológico son "de hombre a naturaleza" y "de naturaleza a hombre", sin perjuicio de que, en definitiva, resulten a consecuencia de ellas otras relaciones que, pasando por la naturaleza, van "de hombre a hombre". La acción del hombre sobre la naturaleza y la reacción de ésta sobre aquél son fuentes de los conflictos que corresponde resolver al Derecho Ecológico. La presencia jurídica de la naturaleza como parte en estos conflictos es condición necesaria para que puedan aplicarse en materia ecológica las normas de la justicia distributiva basadas en los principios de "neminem laedere" y "suum cuique tribuere", con el fin de encontrar soluciones que reflejen un justo equilibrio y constituyan, por lo tanto, soluciones de equidad. Inspirado en el ejemplo de la misma naturaleza, cuya ley fundamental es precisamente el equilibrio, el Derecho Ecológico debe identificarse con la búsqueda de esa "equidad ecológica" en las relaciones del hombre con el mundo natural.

Simplificación

La indeterminación absoluta o relativa de los intereses humanos afectados por la mayoría de los actos ecológicamente dañinos representa uno de los principales problemas del Derecho Ecológico. Mientras que por regla general es fácil identificar a quienes ejecutan estos actos, la identificación de las personas perjudicadas resulta a menudo difícil o aun imposible. En materia de delitos ecológicos, contrariamente a lo que sucede en otros tipos de delito, es normal que se conozca al hechor, pero no a la víctima. Esto se explica fundamentalmente por tres características de estos delitos: a) producen efectos esencialmente dispersos y remotos en el espacio y en el tiempo; b) afectan a intereses de índole muy diversa que muchas veces son difíciles de definir y valorar; y c) dependen en cierta medida del criterio subjetivo de los afectados (lo que es daño para uno puede no serlo para otro). El resultado es que con frecuencia un acto claramente "contra naturam" no puede considerarse como un acto "contra hominem", a menos que se recurra a la imprecisa y ambigua noción del interés público o general, el cual en lo que atañe a controversias ecológicas, puede ser interpretado en uno u otro sentido, según la escala de valores que se tenga.

La solución del problema consiste en tipificar los delitos ecológicos como de "lesa natura" y radicar, por consiguiente, la víctima del delito en la propia naturaleza lesionada, sin perjuicio de reconocer también como tal a las víctimas humanas que pueda haber. Si se acepta a la naturaleza como parte agraviada, se simplifica considerablemente la tarea del Derecho Ecológico tanto "de lege ferenda" como "de lege lata". La disponibilidad de la noción de los derechos de la naturaleza como herramienta jurídica facilita la formulación, reglamentación, interpretación y aplicación de las normas del Derecho Ecológico. Los poderes legislativo, ejecutivo y judicial podrán valerse de esta herramienta cada vez que las circunstancias lo exijan o aconsejen. En ningún caso la presencia jurídica de la naturaleza perjudicará a las personas humanas afectadas por los daños o riesgos ecológicos; por el contrario, ellas se verán reforzadas en sus derechos por la existencia de derechos paralelos, aunque generalmente no idénticos, pertenecientes a la naturaleza.

Reconocida la existencia jurídica de la naturaleza, se aclara y simplifica lo concerniente a la representatividad en materia de Derecho Ecológico. Los "procuradores de la naturaleza", oficiales y particulares, permanentes y "ad hoc", representarán los intereses de ésta ("todos sus intereses y nada más que sus intereses") en toda clase de asuntos y procedimientos, no sólo en presencia de actos específicamente prohibidos por la ley, sino en relación con cualquier menoscabo efectivo o eventual del patrimonio de su representada, actuando tanto ante autoridades legislativas, ejecutivas y administrativas como ante tribunales de justicia en lo criminal y lo civil. Quienes actualmente desempeñan cargos de protección de la naturaleza verán precisadas y facilitadas sus funciones, pudiendo ejercerlas en forma más decidida por estar ellas mejor definidas.

Vigorización

La existencia de la naturaleza como titular de derechos confiere al Derecho Ecológico mayor amplitud y mayor eficacia. Su radio de acción se ensancha porque, al englobar todos los elementos del mundo natural como parte del patrimonio de la naturaleza y afectos a los fines de ésta, cualquier acto ecológicamente dañino constituye "per se" un menoscabo de los derechos de esta entidad jurídica, lo que permite a sus representantes ejercer las acciones correspondientes aunque no existan disposiciones legales específicas aplicables ni derechos humanos directamente comprometidos. El Derecho Ecológico, tradicionalmente considerado como un Derecho de carácter penal, adquiere de esta manera una dimensión adicional en la cual rigen los amplios principios del Derecho Civil. Se explica y justifica así la existencia de una obligación general de "no hacer" que el hombre tiene frente a la naturaleza, en el sentido de no ejecutar actos que provoquen daños en el patrimonio de ésta. Al mismo tiempo, los llamados recursos naturales dejarán de ser enfocados solamente como recursos de la humanidad y recuperarán su calidad de recursos de la naturaleza propiamente tales, vale decir, recursos que la naturaleza necesita para sus propios fines; por lo tanto, su uso y explotación deberán someterse a las reglas de la justicia distributiva del Derecho Ecológico. De este modo, resulta incluso factible que se establezcan relaciones contractuales entre la naturaleza y los usuarios de sus bienes que obliguen a éstos a pagar un precio o una renta por el aprovechamiento de los recursos naturales, lo que redundaría en un uso más racional y cuidadoso de estos recursos y permitiría, al mismo tiempo, disponer de fondos para financiar medidas de conservación de la naturaleza.

El reconocimiento de la personalidad jurídica de la naturaleza permite también ampliar y reforzar la protección que el Derecho Ecológico otorga a ciertos elementos del mundo natural. Así, con respecto a parques nacionales, reservas de la biosfera, santuarios de la naturaleza y otros lugares destinados a la conservación de las estructuras y formas de vida naturales, el dominio ecológico de la naturaleza puede ser convertido en dominio pleno, sujeto sólo a los gravámenes de uso y manejo que correspondan a la destinación del respectivo lugar (el nombre de "santuario de la naturaleza" responde en cierto modo al concepto de un bien perteneciente a la naturaleza). De esta manera puede reforzarse la condición de inviolabilidad de estos lugares, disminuyendo el peligro de la desafectación "de jure" o "de facto". De un modo similar, los elementos del mundo natural que se consideran actualmente como "res nullius" (por ejemplo la fauna silvestre y los océanos) pueden quedar bajo el dominio exclusivo de la naturaleza, ya que a su respecto no hay dominio civil, lo cual permitirá al Derecho Ecológico velar en forma más eficiente por su conservación, admitiéndose solamente la explotación que sea compatible con el mantenimiento de la integridad y vitalidad de los respectivos elementos.

Siendo persona jurídica, la naturaleza puede también ser dueña de un patrimonio de carácter civil, formado por dineros y otros bienes destinados a fines de conservación del mundo natural. La existencia de este "Fondo de la Naturaleza" tanto a nivel internacional como a nivel de cada país, facilitará y asegurará la adopción de medidas y la ejecución de obras que protejan o restablezcan adecuadamente los elementos naturales de la biosfera. Además, este Fondo podrá servir para satisfacer ciertas obligaciones que podrían considerarse impuestas a la naturaleza como contrapartida de sus derechos (indemnización de perjuicios causados por especies protegidas de fauna y flora, compensación del lucro cesante correspondiente a la falta de explotación de zonas reservadas, reembolso de gastos ocasionados por medidas obligatorias de saneamiento ambiental, etc.). El reconocimiento y pago de estas obligaciones favorecería la solución pacífica de los conflictos ecológicos y, por ende, la protección de la naturaleza.

Al hacer valer los derechos de la naturaleza, el Derecho Ecológico tiene mejores posibilidades de lograr la adecuada apreciación y suficiente reparación de los daños que se inflijan al mundo natural. La estimación de estos daños se efectuará en mejores condiciones porque, al referirlos a la naturaleza, es posible calificarlos y cuantificarlos mediante un enfoque propiamente ecológico en lugar de determinarlos exclusivamente desde el punto de vista de los intereses humanos en juego. Se invierte, desde luego, el "onus probandi": en vez de partir de la presunción de que los elementos del mundo natural en sí "no sirven de nada" y, por lo tanto, pueden ser libremente alterados o destruidos (incluso ser declarados "dañinos" o "plagas" y exterminados como tales), a menos que se pruebe la utilidad de su conservación, se establece la presunción contraria de que todo lo que existe en la naturaleza "sirve de algo" en el contexto de la "empresa de la vida" y debe, por consiguiente, ser conservado tal como es, salvo que pueda acreditarse la existencia de un interés superior que justifique la alteración o destrucción proyectadas.

Si se admite la intervención de la naturaleza como parte interesada en las controversias ecológicas, se puede evitar que éstas, como ocurre a menudo, sean resueltas por un acuerdo de las partes humanas que sólo contempla los intereses de ellas y no los de la naturaleza, dejando que ésta continúe a merced de las acciones de depredación o contaminación. Actuando en nombre propio, la naturaleza puede exigir siempre que se prevenga o reparen debidamente los daños ecológicos, independientemente de lo que resuelvan las otras partes. En cuanto a la reparación, ella puede consistir en la "restitutio in integrum" o, si no fuere posible restituir el estado anterior, en una adecuada compensación, ya sea "in natura" o "in pecunia", es decir, en una acción reparadora o protectora equivalente en beneficio de otros elementos del mundo natural o en el pago de una indemnización en dinero, la que vendría a incrementar el "Fondo de la Naturaleza".

Unificación

La noción de los derechos de la naturaleza puede ejercer una influencia unificadora sobre el Derecho Ecológico de los diferentes países por el contenido objetivo y universal que confiere a sus normas, haciéndolas descansar esencialmente en las necesidades de la biosfera y no en intereses subjetivos y fragmentados de grupos humanos. Se crea así un denominador común que tiende a facilitar la concordancia entre los distintos sistemas jurídicos. Sin duda, el principio de la unidad de lo diverso se encuentra mejor realizado en la naturaleza.

La nueva dimensión del Derecho

La creación del Derecho Ecológico significa un progreso hacia nuevas fronteras del Derecho y el descubrimiento de una nueva dimensión de lo jurídico. Es tarea que implica necesariamente la superación del tradicional enfoque antropocéntrico del Derecho; guardando las proporciones, puede compararse con la superación de la visión geocéntrica del universo, la cual permitió al hombre conocer el espacio en toda su verdadera dimensión. Es de esperar que el Derecho logre dar un paso similar y penetre resueltamente en el nuevo ámbito, dejándose guiar por el lema "in dubio pro natura", antes que la magnitud de la crisis ecológica del mundo haga inútil todo esfuerzo jurídico por resolverla.