“Ecología en perspectiva Franciscana”

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Ecología en perspectiva franciscana

Acercamiento franciscano al tema ecológico para una nueva espiritualidad

Fr. Jorge Peixoto Seraphicum- Roma 2008

Introducción

¿Cómo hacer para desarrollar y profundizar un modo nuevo de pensar y de obrar que sea, al mismo tiempo crítico y creativo inspirado en la originalidad de la espiritualidad franciscana? ¿Cuáles son los fundamentos de una espiritualidad ecológica? ¿Cómo recuperar la capacidad de convivencia con las hermanas criaturas y el cuidado del planeta como un todo, evitando el riesgo de destrucción de las diversas partes de la biosfera?

En el siglo pasado hemos experimentado un desvío esencial a través del poder de la ciencia y la técnica, produciendo cada vez más pobreza e injusticia, desigualdad y exclusión, llegando a poner en peligro la vida del planeta, padeciendo una crisis de civilización.

Este modo de vivir y el descuido de la creación nos han llevado a la pérdida de la interconexión con la totalidad de la vida. Recientemente se nos presenta la necesidad de una nueva comprensión o paradigma a partir de la interdependencia con los otros y las criaturas que recrea una perspectiva ecológica y espiritual.

Se está desmantelando un modo de pensar la civilización y está irrumpiendo otro tipo de orden, un nuevo paradigma lleno de esperanza.

La ecología es más que una técnica para gerenciar recursos, es una nueva forma de relacionarse con la naturaleza haciendo que atendamos de manera suficiente a nuestras necesidades sin sacrificar el sistema Tierra y sin hipotecar el porvenir de las generaciones futuras.

El camino de una ecología espiritual a partir de nuestra perspectiva franciscana nos permitirá volver al sentimiento de pertenencia del proyecto vida y al diseño del Creador.

Itinerario:

1.- Acoger y fomentar una nueva espiritualidad.

2.- El deterioro socio-ambiental-cultural.

3.- Globalización. Escenarios que cambian. Tarea educativa.

4.- La sacramentalidad de la vida: opción por la interdependencia vital. Perspectiva franciscana.

5.- De la experiencia espiritual a la teología.

6.- Contribución franciscana al debate y a la problemática ecológica.


1.- Acoger y fomentar una nueva espiritualidad

“Por desgracia, si la mirada recorre las regiones de nuestro planeta, enseguida nos damos cuenta de que la humanidad ha defraudado las expectativas divinas. Sobre todo en nuestro tiempo, el hombre ha devastado sin vacilación llanuras y valles boscosos, ha contaminado las aguas, ha deformado el hábitat de la tierra, ha hecho irrespirable el aire, ha alterado los sistemas hidro-geológicos y atmosféricos, ha desertizado espacios verdes, ha realizado formas de industrialización salvaje, humillando -con una imagen de Dante Alighieri (Paraíso, XXII, 151)- el "jardín" que es la Tierra, nuestra morada”.(Catequesis de Juan Pablo II. 17.01.2001, n 3)

Una nueva mirada y una nueva sensibilidad.

Nuestro modo de percibir la realidad está cambiando.

Como nunca antes vivimos un intenso proceso de interactividad universal- socio- ambiental, cultural y político, conceptual y religioso. En la base de este movimiento existe una nueva percepción en la relación entre la ciencia y la técnica con la naturaleza, en favor de la naturaleza; entre las naciones y las religiones que exigen el respeto del ethos (normas de vida), en favor de la espiritualidad; dentro de una concepción globalizada del mundo, la cultura, la economía y la política. Se ha comenzado a ecologizar todo lo que hacemos y pensamos. Está en construcción un nuevo paradigma que ya ha comenzado a caminar por la historia de nuestras vidas.

Estamos entrando de lleno en un nuevo paradigma (un conjunto de conocimientos y creencias que forman una visión del mundo o cosmovisión) que nos encamina hacia una nueva forma de diálogo con la totalidad de los seres y de ellos en su recíproca relación. Continúa evidentemente el paradigma clásico de las ciencias con sus famosos dualismos (naturaleza-cultura, mundo material y mundo espiritual, razón-emoción, femenino-masculino).

El nuevo paradigma no ha nacido aun completamente pero ya hay algunas señales de su presencia. Estamos presenciando un nuevo diálogo con el universo. A raíz de la crisis actual se está desarrollando una nueva sensibilidad en relación a la vida del planeta Tierra como un todo y de la posibilidad de la vida para tantos millones de marginados y excluidos en esa casa de todos que se llama Tierra. Surgen nuevos valores, nuevos sueños, nuevos comportamientos asumidos por un número siempre mayor de personas y grupos comunitarios.

¿Qué es lo que está produciendo este cambio?

Compartimos la respuesta de Leonardo Boff, que de manera clara y poética nos dice:

“Queremos sentir la Tierra de nuevo. Sentir el viento en nuestra piel, sumergirnos en las aguas de la montaña, penetrar en la selva virgen y captar las expresiones de la biodiversidad. Vuelve a surgir una actitud de encantamiento, apunta una nueva sacralidad y rebrota un sentimiento de intimidad y de gratitud. Queremos saborear productos naturales en su inocencia, no elaborados por la industria de los intereses humanos. La cortesía, tan apreciada por san Francisco y por Blaise Pascal, cobra aquí su libre expresión. Nace una segunda ingenuidad, postcritica, fruto de la ciencia, especialmente de la cosmología, de la astrofísica y de la biología molecular, al mostrarnos dimensiones de lo real antes insospechadas en el nivel de lo infinitamente grande, de lo infinitamente pequeño y de lo infinitamente complejo. El universo de los seres y de los vivientes nos llena de respeto, de veneración y de dignidad. La razón instrumental no es la única forma de uso de nuestra capacidad intelectiva. Existe también la razón simbólica y cordial y el uso de todos nuestros sentidos corporales y espirituales. Junto al logos (razón) está el eros (vida y pasión), el pathos (afectividad y sensibilidad) y el daimon (la voz interior de la naturaleza). La razón no es el primero ni el último momento de la existencia. Nosotros somos también afectividad (pathos), deseo (eros), pasión, enternecimiento, comunicación y atención a la voz de la naturaleza que habla en nosotros (daimon). Conocer no es solo una forma de dominar la realidad. Conocer es entrar en comunión con las cosas. Por eso decía bien San Agustín, siguiendo en ello a Platón: ‘conocemos en la medida en que amamos’. Ese nuevo amor a nuestra patria/matria de origen nos proporciona una nueva sensibilidad y nos abre un camino más benevolente en dirección al mundo. Tenemos una nueva percepción de la Tierra como una inmensa comunidad de la que somos miembros y factores, desde el equilibrio energético de los suelos y los aires, pasando por los microorganismos, hasta llegar a que las razas y a cada persona individual puedan convivir en ella en armonía y paz. En la base de esta nueva percepción se siente la necesidad de una utilización nueva de la ciencia y de la técnica con la naturaleza, a favor de la naturaleza y nunca contra la naturaleza. Se impone, por consiguiente, la tarea de ecologizar todo cuanto hacemos y pensamos, rechazar los conceptos cerrados, desconfiar de las causalidades unidireccionales, proponerse ser inclusivo en contra de todas las exclusiones, conjuntivo en contra de las disyunciones, holístico contra todos los reduccionismos, complejo contra todas las simplificaciones. De ese modo el nuevo paradigma comienza a hacer su historia” .La presencia de esta nueva mirada en la teología comporta dos cambios importantes: el cuestionamiento al antropocentrismo y el paso a una concepción cosmocéntrica.

Como nos dice Juan José Tamayo: “El antropocentrismo considera al ser humano como dueño y señor de la creación, con derecho a usar y abusar de ella, e incluso a destruirla caprichosamente, sin otra finalidad que la de satisfacer sus ansias de conquista. Responde, por tanto, a una lógica imperialista y a una ética antropo-utilitarista. Según esto, ‘el ser humano puede ser el Satán de la Tierra, él que fue llamado a ser su ángel de la guarda y celoso cultivador. Ha demostrado que, además de homicida y etnocida, puede transformarse también en biocida y geocida’ (citando a Boff, o.c., 11). El cosmocentrismo, en cambio, pretende armonizar los derechos de los seres humanos con los derechos de los demás seres, estableciendo entre ellos un pacto basado en una religación no opresora. El paradigma cosmocéntrico entiende al ser humano no como rival de la naturaleza, sino en diálogo y comunicación simétricos con ella. Su relación es de sujeto a sujeto, y no de sujeto a objeto. El ser humano y el universo conforman un amplio entramado de relaciones multidireccionales, caracterizadas por la interdependencia más que por la autosuficiencia. Ambos tienen dimensión histórica. El universo posee un largo proceso cósmico: cosmogénesis. También el ser humano es el resultado de un largo proceso histórico-cósmico. Por ello está inmerso en una solidaridad de origen y de destino con el resto de los seres del universo” .

Quisiera presentar la reflexión del teólogo italiano Bruno Forte en la presentación del libro de Giuliana Martirani ‘La civilización de la ternura” , que nos ayudará desde nuestros primeros pasos a transitar el itinerario propuesto recuperando el primado de la ternura y la comunión trinitaria, con el fin de profundizar la nueva sensibilidad ecológica en prospectiva franciscana. En ese prefacio del libro nuestro teólogo dice:

“‘Cuando ames, no digas: tengo a Dios en el corazón. Di más bien: Estoy en el corazón de Dios’. Estas palabras de Kahlil Gibran pueden expresar el mensaje profundo de este libro de Giuliana Martirani, elogio de la ternura en un tiempo en el cual el protagonismo de la razón adulta de la modernidad occidental ha mostrado con tantas evidencias sus frutos de violencia: para aprender a dar, es necesario aprender a recibir. Donde se quiere ser protagonista absoluto, no hay más espacio para el otro, y la violencia, en todas sus formas físicas y sicológicas, está justificada. Donde, en cambio, nos abrimos a la acogida del don, colocándonos en la escuela del Dios Trinitario, ahí se descubre que también el recibir es divino, y divino no es solo el amar, sino también dejarse amar: así el Hijo, el Amado, que en la eternidad divina es eterna acogida del amor del Padre y en la historia se hace ‘existencia acogida’ para recibir en obediencia cada cosa de Aquel que lo ha enviado y que lo pone en nuestras manos hasta la muerte por nosotros. Este primado del recibir es el fundamento de un dar que no es violento ni totalitario; sin agradecimiento, también la gratuidad corre el riesgo de llegar a ser intromisión o invasión, o peor, eliminación del otro. Donde no hay agradecimiento el don se pierde, y la riqueza de lo diverso se disuelve en autosuficiencia del sujeto. Ternura es precisamente este dejarse amar, este hacerse hospitalidad para que el don nazca en un corazón contagiado de amor, receptivo de la paz. Ternura es decir gracias con la vida: y el agradecer es alegría por el humilde reconocimiento del ser amado. La ternura transforma radicalmente y de verdad la lógica de la época dominada por el triunfalismo de las ideologías con su intrínseco potencial de violencia: es ella la que abre los estilos de vida del nuevo milenio haciendo referencia a la hospitalidad, a la reciprocidad, a la valorización de lo diverso, la vida de los otros no entendida como competencia o amenaza, sino como promesa y dono. Liberando el ‘yo’ del cautiverio de sus pretensiones absolutas, la ternura lo hace más débil, más pobre, más mendicante de amor, pero propiamente así lo hace hospitalario, más espontáneo, más capaz de construir puentes de paz e itinerarios de comunión amical y fraterna.

Ternura hacia uno mismo para reconocerse don de Dios, gratuitamente querido por El, y obrar en consecuencia, como quien, habiendo gratuitamente recibido, quiere gratuitamente hacerse donación.

Ternura hacia el prójimo es abrirse al adviento del otro, a la llegada de los otros, en los humildes rostros que visitan nuestras soledades y la promueven al éxodo de sí, sin regreso, que se da en el amor y en la caridad.

Ternura hacia la creación es reconocer en todo un don a respetar y promover, restituyendo en alabanzas y con servicio, aquello que se nos da en cada criatura pues se nos da como alimento, enriquecimiento y custodia de nuestro mismo ser.

Ternura hacia los pueblos para descubrirse familia humana, que habita la gran casa del mundo, llamada a participar de las reservas de la tierra con equidad y solidaridad, corrigiendo la iniquidad de los sistemas de dependencia por los cuales los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.

Estos diversos rostros de ternura se radican en la fe que es fe en ternura de Dios que sostiene a todos los vivientes y ahí donde viven: como un vientre materno el mundo vive en la noche del misterio divino. La Trinidad, santa Madre de todo lo que existe, nos lleva dentro: envueltos en ese amor, que el Hijo nos ha revelado hasta el abismo doloroso de dar su vida por nosotros y en el darnos su Espíritu resucitado, experimentamos la ternura divina, que todo lo trasfigura y lo hace posible hasta lo imposible en la audacia de la caridad.

Se comprende entonces como no es casualidad que este libro haya sido escrito por una mujer: más allá de cualquier vacío sentimentalismo o romanticismo de lo femenino, la mujer es capaz de hospitalidad y de ternura en manera singular y creativa, que vence siempre sobre todas las abstracciones de la racionalidad violenta masculina, típica de las aventuras de la ideología moderna. Ir a la escuela de lo femenino significa para los varones educarse a la reciprocidad fecunda, que lo abre a la ternura y los hace así capaces de amar, porque son capaces de recibir el don. Sobre el ejemplo de Jesús, que vive ‘la masculinidad ejemplar’, nos educa a la hospitalidad y al agradecimiento. En el seguimiento de Él, varones y mujeres llegan a ser capaces de ternura” .

La vocación cristiana es una llamada a la vida comunitaria.

El creyente, varón o mujer, participa en modo especial del misterio trinitario. Por tal motivo es llamado a elaborar una mentalidad que tenga en cuenta el primado del amor. Pensar con amor y en el amor elaborando sistemas de pensamiento que tengan como fundamento el modo relacional que nace dentro del dinamismo de ese amor. Y es aquí, en ese mundo relacional donde se viven las diversas dimensiones de la vida en su relación con las cosas, con la creación y con la totalidad. El hombre que enlazado en su memoria espiritual con la verdad interior de la creación, sin distanciarse jamás de esta fidelidad, que está implantada frágilmente en su corazón y en su capacidad de pensar, organiza desde ese centro interior su espiritualidad. La belleza espiritual es vivir en un mundo que nos habla de Dios, que recuerda su Creador, aún en el dolor, el drama de la vida y la muerte. Además, está la belleza de la donación de la propia vida en ese único movimiento de amor, en una verdadera conversión ecológica de la inteligencia y de la práctica relacional con todas las criaturas. Vivir así desde esa interioridad o principio unitivo, es vivir en sintonía y armonía con la profundidad esencial presente en toda la creación. Propongo parte de un texto del P. Rupnik S.J., titulado “Regresar juntos a las cosas en el Amor” que nos ofrece con simplicidad y claridad el nudo motivacional de nuestro estudio sobre la ecología espiritual en perspectiva franciscana. Nos dice el autor: “El mundo contemporáneo ha comercializado el tiempo y el espacio. Por eso también la dimensión de la fiesta esta reducida llenarse de cosas. La fiesta no adquiere su sabor, su riqueza y su impulso para encontrarse y amarse, de manera que también las cosas que se gustan, participen del encuentro y sean un testimonio del mismo. Hoy, cuando todo parece envuelto en la función económica, el postmoderno pone justamente la pregunta sobre quien personalizará de nuevo estas dimensiones fundamentales como el espacio y el tiempo.

El pensamiento postmoderno en efecto habla con frecuencia sobre esto, porque siente que son temas aún no resueltos.

Hoy el hombre es prisionero de una falsa dimensión del espacio y el tiempo, que lo lleva cada vez más lejos, en una esclavitud que ataca realmente su salud espiritual, física y psíquica. El hombre trabaja en espacios muchas veces indignos y pocos saludables, ya sea para el cuerpo, la psique o el espíritu. Así mismo trabaja todo el día, se fatiga para ganar y llegar a tener su casa propia, un espacio suyo. Pero cuando arriba a poseerlo, no puede disfrutarlo, porque la gran parte de la jornada la prodiga en el lugar de trabajo y en los quehaceres propios de la ciudad. A la noche regresa a esa casa tan deseada, pero no vive en ella, además distraído como está por ese otro catalizador de la época moderna llamado televisión. Cuando ya está totalmente agotado, se va a dormir. ¡Pero cuanta energía, cuanto tiempo, para tener un espacio personal en el cual no puede vivir!...El hombre religioso es por lo tanto un contemplativo que no acumula nuevas ideas según la ocasión y no imagina el mundo fuera de la fe. Es el hombre que contempla el amor de Dios en las cosas y en la creación. Tendría que ser típico para el religioso ver una cosa en la otra, porque para él la creación y la historia misma, se deberían abrir en una cadena de diálogo interior, en la cual las cosas se llaman una a la otra, narrándose una a la otra e integrándose en un organismo vivo. Por eso el religioso no razona según una pura lógica casual, como tampoco puede ceder a una especie de intuición espiritualista. Para él, lo que vale es la vida, y la vida en un organismo como totalidad. Por eso el religioso en este mundo sensorial, testimonia la verdad con los sentidos espiritualizados con los cuales percibe la realidad, un gustar espiritual interno a las cosas y en los hechos. El religioso, a causa de este comportamiento espiritual es libre y no posee. Logra gustar con una orientación indivisa la imagen del mundo futuro. Al hombre que ha purificado los sentidos y ha abierto el pasaje de los sentidos externos, corpóreos, hasta el sentido interior, le es dada la gracia de gustar integralmente el mundo divinizado del futuro. El religioso que, a través de la oración, la ascesis, la práctica de la caridad, purifica los espacios de su sexualidad que obstaculizan el viaje al interior de lo que el cuerpo gusta con los sentidos, en su corazón adora al Creador y al Donante. Los ojos miran el mundo, las manos tocan el don de la creación, el paladar gusta sus sabores, mientras el corazón exalta al Creador y da gracias al Donante amante de los hombres. El religioso vive en medio de este mundo como en una gran liturgia y en esto consiste su belleza. El religioso es por lo tanto un hombre espiritual que gusta las cosas religándolas al sabor que custodia en su memoria espiritual y que por ese motivo es capaz del ayuno de los sentidos. Entonces nos es extraño si en los monasterios y en los conventos se encuentran la arquitectura más armónica, las pinturas más bellas, las melodías más refinadas, y también el vino mejor, la grapa más buena, la miel más pura, el chocolate más gustoso, etc. Una vida religiosa que no logre crear esta liturgia de la belleza corre siempre el riesgo de equivocarse” .

¿Qué es entonces la espiritualidad?

Lo dice con claridad José M. Vigil:‘Espíritu’ es el sustantivo concreto y ‘espiritualidad’ es el sustantivo abstracto. Al igual que ‘amigo’ es el sustantivo concreto del sustantivo abstracto ‘amistad’. Amigo es aquel que tiene la cualidad de la amistad; y el carácter o la forma con la vida le hará tener un tipo u otro de amistad, más o menos intenso, más o menos sincero. Lo mismo ocurre con el espíritu y la espiritualidad. Podemos entender la espiritualidad en una persona o de una determinada realidad con su carácter o forma de ser espiritual, como el hecho de estar adornada de ese carácter, como el hecho de vivir o de acontecer con espíritu, sea el que sea... así cuando preguntamos qué espiritualidad tenemos, podríamos preguntar qué espíritu nos mueve, o cuando afirmamos que una persona es de mucha espiritualidad, podríamos significar diciendo que muestra tener mucho espíritu...El espíritu es su motivación de vida, su talante, la inspiración de su actividad, de su utopía, de sus causas...”

Al hablar de espiritualidad nos referimos a la fuente originaria que es el fundamento de todo ser, el origen de todo, llamado con frecuencia Espíritu. Decir espíritu es expresar el principio de la comunicación, de la creatividad, de la pasión y del amor. O sea, aquella vitalidad o fuerza que subyace a todas las demás energías, llena todos los espacios y tiempos y continuamente crea y recrea: el «Spiritus Creator». Los cristianos profesamos en el credo: «creemos en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida». Ese artículo expresa la conexión del Espíritu con la vida y el «espíritu» en la creación. En nosotros ese Espíritu se revela como «entusiasmo» (en griego, «tener un Dios dentro»). El Espíritu crea y está en todas las cosas y todas ellas están animadas por ese Espíritu.

La espiritualidad concuerda en esta concepción con las tradiciones transculturales de la humanidad: Spiritus para los latinos, pneuma para los griegos, ruah para los hebreos, mana para los melanesios, axé para los nagô y los iorubá de África y sus descendientes en las Américas, wakan para los indígenas dacotas, kipara los pueblos de Asia nororiental, shi para los chinos... eso son los nombres pero en todos los casos estamos ante una fuente originaria que lo atraviesa todo, que hace del universo una sola comunión y se manifiesta como una realidad que está en movimiento, en creación continua y en apertura hacia lo nuevo, en una palabra: como vida y espíritu. No podemos negar la relevancia de la espiritualidad y del elemento religioso y místico en la configuración de la nueva humanidad.

Y ¿espiritualidad cristiana?

Para los cristianos la espiritualidad está vinculada al seguimiento del Cristo, como la revelación plena del amor de Dios. Sostenida por el Espíritu, la espiritualidad explícitamente cristiana, es la del seguimiento de Jesús, vivir como Jesús, o sea, ésta es su motivación, su inspiración, causa por la que se vive. Seguir y sentir como Jesús será su especificidad. Lo peculiar y nuevo de esta espiritualidad es que la fe en Cristo es una mirada con una luz peculiar. Es una mirada contemplativa de la realidad, o sea que esa fe solamente nos hace descubrir una nueva dimensión de la realidad, es la dimensión de la salvación que Dios lleva adelante en la historia humana. La fe es la que nos hace saber que la Salvación es inabarcable por nosotros, y que no es excluyente. Dios ama a todos sus hijos y los ama para la salvación. Dios quiere que todos sus hijos lo escuchen, pues Él se revela como el que busca incansablemente una relación profunda con el hombre, relación en la cual Él, en primer lugar, se juega totalmente a sí mismo, de tal manera que la relación llega a ser cuestión de corazón, alma, mente y fidelidad. Es alguien el que me habla, en un rostro humano y concreto, y busca mi respuesta. Aquí nace la espiritualidad cristiana.

El Espíritu de Dios actúa en el espíritu de los hombres.

Se da a si mismo a todos. Los cristianos además de una espiritualidad común con los hombres y mujeres que tienen espíritu, fundan su espiritualidad conscientemente en la Salvación de Dios que está en Cristo Jesús.

Diríamos que el Espíritu se ha dotado, en Jesús, de una mediación específica para actuar, a través de la fe en él, acogiendo ese Misterio. Y Jesús habló de un mundo configurado por la bondad graciosa de Dios, alejándose de cualquier mediación histórica impositiva. Eso es bien sabido, y de ahí que los cristianos debiéramos continuar esa donación de Jesús a favor del Reino. Y en eso radica lo esencial de la vida de un cristiano.

Recogiendo los elementos más indicativos que caracterizan la espiritualidad cristiana la podemos formular así: es la vida del sujeto que se orienta a Dios a través de Cristo bajo la acción del Espíritu, que gracias al mismo Espíritu recibió en el seno de la Comunidad de los creyentes y que la testimonia en su vida teologal de fe, esperanza y caridad como un don de Dios para la historia, con su dimensión cultural y social en la que vive y actúa .

En los últimos tiempos los cristianos están buscando su peculiar experiencia espiritual, que marque fuertemente la vivencia histórica y que configure una espiritualidad propia que se convierta en signo identificador ante el mundo entero. Y es que todo gran movimiento histórico como el que estamos viviendo, toda gran síntesis de pensamiento, de valores, de sentido, proviene en última instancia de una experiencia espiritual fundante que lo habita en lo profundo, como el propio pozo en el que uno sacia su sed. «Creer hoy, nosotros, en nuestro mundo actual, como Jesús creyó en medio de aquel mundo de la imperial pax romana»: eso es ser cristiano, ser seguidor de Jesús. Y, por eso, porque se trata de creer como él, ha de hacerse con su mismo Espíritu, con aquella espiritualidad narrada por el Evangelio, por su particular opción por la «espiritualidad del Reino que pertenece a los pequeños de este mundo y que solo los inocentes pueden ver». Aquí nace la radical opción de Francisco de Asís. Eso es lo que ha intentado siempre el franciscanismo.

Creer como Jesús implica tener una visión histórica de la realidad.

Jesús tenía una concepción dinámica del tiempo, histórica, lineal, no cíclica ni encadenada a sí misma, sino abierta, con un alfa y una omega, con una percepción de Dios como el que camina delante de nosotros abriéndonos el futuro y encomendándonos construir la historia. Hoy está claro -científicamente hablando y con los textos bíblicos en la mano- el carácter histórico-escatológico del mensaje de Jesús (frente a otras interpretaciones clásicas), carácter que hace que no pueda confundirse su seguimiento -el cristianismo- con una moral, ni con un sistema de culto, una doctrina, o la simple pertenencia jurídica a una institución religiosa determinada. La «religión» de Jesús es una religión de carácter ético-profético sobre una estructura histórico-escatológica, no de una religiosidad ontológico-culturalista sobre el modelo clásico de las religiones (Dios arriba, los seres humanos abajo).

Creer como Jesús implica concebir la realidad como historia abierta a la voluntad del Padre, como quehacer libre del ser humano en diálogo con el Padre. Creer como Jesús para seguirlo en y desde la lógica del ‘Siervo sufriente’, la lógica de la cruz como donación gratuita y como servicio, como la entrega de la propia vida por amor, alentado por la esperanza generadora de sentido: la llegada definitiva y plena del Reino de Dios.

Desde cualquier otro esquema, desde cualquier otra lectura de la realidad se puede ser religioso, pero no se podrá «creer como Jesús» .

La modalidad franciscana de ser cristiano.

La espiritualidad cristiana está fundada en el Evangelio que ha llegado a nosotros en cuatro narraciones diversas. Además, la vida de la Iglesia nos habla de las diversas espiritualidades cristianas, la franciscana es una más entre ellas. El franciscanismo a lo largo de la historia ha construido una configuración propia a partir de la identidad carismática de Francisco de Asís. La experiencia de Francisco es una intuición existencial y original del misterio de la fe, en la cual la totalidad de la Revelación de Dios en Cristo es percibida, vivida y articulada en un lenguaje distinto, específico y en comunión dentro de la Comunidad de los creyentes, animados por el mismo Espíritu. Un modo original y característico de comprender y asimilar vitalmente la totalidad de los contenidos cristianos.

¿Y de qué trata lo específico franciscano?

Lo específico franciscano es dado en concreciones históricas, no es una deducción abstracta, sino que se lo consigue a partir de la historia. La experiencia cristiana de fe en Francisco se refiere a su espiritualidad. Su modo de ser cristiano. La clara y permanente referencia de Francisco al Evangelio, lo hizo vivir como Jesús, creer como Jesús, amar como Jesús. Jesucristo, eje del plano salvífico de Dios, es el motivo inspirador de su espiritualidad. Se acerca al Jesús del Evangelio desde la perspectiva del amor Trinitario de Dios, en el cual el Hijo se abaja y se ofrece a los hombres, (kénosis) se hizo pobre y humilde, para hacerse más cercano y mostrarle el ofrecimiento gratuito del amor del Padre. Tiene como centro a Jesucristo Hijo del Altísimo Dios hecho hombre, revelación del amor humilde y pobre de Dios en su humanidad frágil, en su vida pobre, en su entrega en la cruz (Rnb 23,4-5; Adm 3; 2CtaF 4-11).

Su vida es una respuesta incondicionada a ese amor humilde a Dios, despojándose de todo para ser libre y abrirse a la comunión con Él, a la convivencia fraterna y a una viva cordialidad con todas las criaturas.

Podemos considerar que ésta es la experiencia fundante de la espiritualidad de Francisco: un “modo de ser menor y fraterno con todos los hermanos y las hermanas de la creación” que se expresa en el cuidado, la ternura, la compasión, la responsabilidad, la perfecta alegría. Salía por las calles de Asís a proclamar que “el Amor no es amado, el Amor no es amado”. En esa mística del amor rescató a cada ser de la creación a partir de su lema “Deus meus et omnia”, que significa “mi Dios y todas las cosas”.

Su amor se manifestaba en el cuidado para todas las hermanas criaturas, en la compasión hacia los leprosos, en la solidaridad que lo hace hermano de los enfermos y va al encuentro del sultán, en la responsabilidad ante las guerras y conflictos sociales, en la renuncia al poder de los clérigos continuando su predicación como hermano laico. Quiere una fraternidad a partir de los últimos. La ética de Francisco nos hace reconocer el Misterio interior de ternura y amor como centro de su vida. Integra todo mediante relaciones fraternas llenas de ternura, cuidado y compasión. Su vida se transfigura en mística, en una señal de la Bondad que rige todo lo creado. Los franciscanos hemos recibido la misión de continuar en la Comunidad de los creyentes y de testimoniar en la sociedad los contenidos espirituales de esa experiencia de Francisco.