Singularidad

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Singularidad y Multiculturalidad

La globalización ha puesto en marcha un complejo proceso de interconexión a nivel mundial que conecta y desconecta, que incluye y excluye a escala planetaria a individuos, ciudades, organizaciones, empresas y Estados. Estas mutaciones en las condiciones en que el hombre habita el mundo, generalmente aludidas como el tránsito de unas sociedades industriales a otras basadas en el conocimiento y la información, tienen sus matices, sus diferencias, sus beneficios y sus perjuicios según la situación social o geográfica en la que nos hallemos, y en virtud de ello, también, su impacto en nuestra vida cotidiana.

Atravesadas por esa lógica dual de inclusión/exclusión, la cultura se está convirtiendo en el "espacio estratégico de compresión de las tensiones que desgarran y recomponen el 'estar juntos', y en lugar de anudamiento de todas sus crisis políticas, económicas, religiosas, étnicas, estéticas y sexuales. De ahí que sea desde la diversidad cultural de las historias y los territorios, desde las experiencias y las memorias, desde donde no sólo se resiste sino se negocia e interactúa con la globalización, y desde donde se acabará por transformarla".

Pero tanto en la ciudad como en el Estado, en las culturas urbanas como en las nacionales, las nuevas identidades se reorganizan y reorientan. Las grandes urbes, unidades de la expresión colectiva de diversos actores, con sus saberes, valores, normas, actitudes, opiniones o comportamientos, con sus relaciones y sus prácticas, que se erigen en los territorios en donde se concentran las principales actividades económicas, sociales, políticas y culturales de nuestra época; se han convertido en ciudades multiculturales donde el proceso de globalización manifiesta con claridad sus efectos contradictorios.

Es allí entonces donde las identidades enmarcan sus demandas de reconocimiento y de sentido. Un sentido y un reconocimiento que no pueden ser formulados exclusivamente en términos económicos o políticos, sino que nos remiten directamente a la cultura en tanto que mundo del pertenecer a y del compartir con.
Por esta razón, y dado que la globalización consiste en una multiplicidad de procesos multidireccionales que se entrecruzan y articulan entre sí, la identidad se constituye en una fuerza capaz de introducir transformaciones y de emprender una construcción de la globalización “desde abajo”, es decir, desde una búsqueda del sentido y del significado de estos procesos a partir de los conflictos que se han generado. Esta búsqueda de una nueva articulación de lo global ha adquirido tanto la forma de una defensa de la heterogeneidad y de los localismos como la afirmación y promoción de los derechos civiles y las ciudadanías culturales.
En el primer caso, ante la amenaza de que la globalización borre las diferencias y opaque las singularidades, empobreciendo las diversas configuraciones simbólicas que expresan las diferentes posibilidades de ser y estar en el mundo, las identidades culturales han buscado reforzar su presencia bajo la irrupción de la multiculturalidad, del ejercicio de la diferencia (la irremediable otredad que padece lo uno que profesaba Antonio Machado), del derecho al reconocimiento del otro, con todo lo que eso significa.
Pero la multiculturalidad no puede quedarse en la afirmación exaltada de la diferencia, ni reducirse a fórmulas esencialistas que, encerradas en sí mismas, huyan de las modificaciones temporales y se refugien en el enaltecimiento de una sola cultura o en la reproducción acrítica de rituales. La identidad cultural no puede ser reducida a un depósito inviolable alejado de cualquier contacto contaminante con lo distinto, con lo otro.

La multiculturalidad necesita, entonces, incorporarse dentro de una perspectiva más amplia que, garantizando su desarrollo, promueva y potencie, al mismo tiempo, su comunicación y su intercambio, su apertura y su hibridación. Se trata de apostar por el sostenimiento de la singularidad cultural, de las diversidades nacionales, locales y regionales dentro de un diálogo entre las culturas, orientándonos así a la conformación de un horizonte común a partir del cual diseñar una cobertura más acorde de nuestras necesidades. Se busca superar dos extremos alrededor de los cuales gira la discusión entre globalización y cultura: "cosmopolitismo con ideología única o multiculturalismo con pluralismo ideológico".

En este sentido, la consolidación de democracias sociales participativas (concientes de las capacidades para la transformación social que estas conllevan), la resolución de profundas situaciones de inequidad en el acceso y la distribución de los bienes materiales y de los servicios, la incorporación dificultosa de una gran mayoría a los mercados laborales, la debilidad de los actores sociales tradicionales y de las instituciones representativas o, la consolidación de nuevos modos y estilos productivos y de desarrollo, son sólo algunas de esas necesidades a las que podemos hacer frente a partir de nuestras reservas culturales, apelando a nuestra capacidad transformadora.
Para la realización de estos objetivos es necesario concretar el pasaje del multiculturalismo (como reconocimiento previo de las identidades, de la diferencia entre "nosotros y ellos") al interculturalismo (como las condiciones de comunicación en un futuro compartido), para que, a partir de este pasaje, se ponga en juego lo que Manuel Castells ha definido como identidad-proyecto, aquella que, construida por los mismos actores en base a los materiales culturales de los que disponen, busca, al definir estos su posición en la sociedad, transformar toda la estructura social.

El objetivo es armonizar varias corrientes del pensamiento actual, expuestas en nuestra diversidad creativa, y determinar la forma de ampliar nuestro enfoque con el objeto de reconocer, celebrar y aprovechar la diversidad cultural en todos los esfuerzos por mejorar la condición humana y conseguir un desarrollo sostenible.