Kakistocracia: el gobierno de los peores

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ARISTOCRACIA Y DEMOCRACIA

Por Jorge L. García Venturini

De las alternativas semánticas sufridas en el transcurso del tiempo, estos vocablos parecieron tener significados opuestos. La participación de todos en la cosa pública fue denominada democracia (aunque como forma de gobierno el nombre correcto era república), y como tal se enfrentaba a la participación de sólo unos pocos, lo que se denominaba aristocracia y, también, oligarquía, términos éstos que se usan indistintamente, lo cual tampoco es correcto. La democracia –en el lenguaje ligero y convencional– suele resultar así lo contrario de la aristocracia. Pero esto reclama una mayor atención, pues detrás de una falsificación semántica se esconde siempre una falsificación conceptual y entran en juego principios fundamentales.

Si por aristocracia entendiéramos una clase social que por su linaje está investida de numerosos privilegios, entre ellos el de gobernar, siendo estos privilegios hereditarios e inalterables cualquiera sean los verdaderos valores éticos o la efectiva capacidad para hacerlo, es cierto que la democracia (y la república) constituyen lo contrario de aquel sistema. Y en buena hora. Pero resulta que aristocracia significa también y fundamentalmente el “gobierno de los mejores” (aristos es, en griego, el mejor), y en tal sentido democracia no tenía por qué oponerse a aristocracia, al menos que se deseara algo que no debería desearse, esto es, el gobierno de los peores. Sin embargo, la incuria del lenguaje, que nos hace decir a veces lo que no queremos decir, nos ha llevado con mucha frecuencia a asociar aristocracia con oligarquía, que no es el gobierno de los mejores, sino de unos pocos (y según su sentido tradicional, el gobierno “egoísta” de esos pocos), y a enfrentar democracia a aristocracia, en el elevado significado de este término.

Y como el lenguaje nos condiciona y aun nos determina –como dirían los estructuralistas, “yo no hablo, soy hablado”– en no pocas conciencias democracia pasó a significar o a implicar la mediocridad, la medianía (la llamada mediocracia), o directamente la posibilidad de acceso al poder de los menos aptos, de los inferiores, aun de los incapaces y de los peores. Hay casos en que ya no se trata de aristocracia ni de democracia, sino abiertamente de kakistocracia (1).

En nuestros días todos se autodenominan democráticos y casi no hay quien se diga aristocrático; este término puede sonar casi a un insulto. Y esto es muy grave. Porque al socaire de los términos mal empleados, se ha ido perdiendo el sentido de lo mejor, desplazado paulatinamente por el conformismo ante el mediocre y aun, de hecho, por la aceptación de lo peor. Y lo más triste es que eso se haga en nombre de la democracia.

La democracia (preferentemente en su verdadero significado de forma de vida, pero aun también en el sentido de forma de gobierno) sólo puede funcionar efectivamente y realizar los elevados pronósticos que le atribuimos los que nos llamamos democráticos, si no se opone a la aristocracia, sino que se complementa y se impregna de ella. Por ser democráticos, ¿habríamos de no aspirar al gobierno de los mejores? En nombre de la democracia, ¿habríamos de aplaudir al gobierno de los peores?

Y adviértase una cosa. Que esto del gobierno de los peores no son meras palabras. Hay casos en la historia en que diversas circunstancias hacen posible la toma del poder a quienes rigurosamente son los peores, por sus turbios antecedentes, por su frágil moral, por su ausente capacidad y otros rasgos afines.

El ideal aristocrático está presente en la mejor tradición occidental. Aun ya en la epopeya homérica el concepto de areté (de la misma raíz que áristos) es el atributo propio e indeclinable de la nobleza. Areté es el valor, el talento, el honor, la virtud, la capacidad, el señorío. En los filósofos clásicos y en los tiempos medios siempre se afirma la necesidad del “gobierno de los mejores”, aunque nunca fue fácil lograr la fórmula para realizarlo. Y aun Rousseau, inteligentemente, señala como la mejor forma de gobierno no la democracia (que él entiende en el sentido de ejercicio directo de poder por la multitud) sino la aristocracia electiva, convencido de que del sufragio surgirían los mejores, aunque reconoce que el procedimiento puede fallar. Pero lo que nos interesa destacar aquí, es que un hombre del siglo XVIII, un vocero de la revolución, un antimonárquico y un antiaristocrático (en el sentido de aristocracia clasista y hereditaria) haya insistido en el término aristocracia para designar la forma ideal de gobierno.

En nuestro siglo tenemos el caso, no ya de un pensador sino de un político activo, que constituye un verdadero modelo de lo que queremos decir. Se trata de Winston Churchill, el mayor de los aristócratas. Su sentido democrático fue realmente excepcional. Nadie defendió con tanta lucidez y decisión la democracia como forma de gobierno y como forma de vida. A nadie le debe tanto la democracia. Hasta tuvo el gesto de no aceptar (cosa que no hicieron sus colegas, incluso laboristas) como premio un título de nobleza, conformándose con el de sir, porque de lo contrario no hubiera podido seguir asistiendo a la Cámara de los Comunes, su templo, su trinchera. El era antes que nada un child of the House of Commons, como tantas veces se autocalificara en sus brillantes discursos. Sin embargo, nunca dejó de ser un lord, ya que lo era por su linaje, un señor del espíritu, en sus gestos, en sus palabras, en sus hábitos y en su talento, cabal personificación de la vieja areté homérica y caballeresca.

Peligrosa tendencia de nuestro tiempo de mediocrizar, de igualar por lo más bajo, de apartar a los mejores, de aplaudir a los peores, de seguir la línea del menor esfuerzo, de sustituir la calidad por la cantidad. La verdadera democracia nada tiene que ver con esas módicas aspiraciones. No puede ser proceso hacia abajo, mera gravitación, sino esfuerzo hacia arriba, ideal de perfección. Y esto vale tanto para la conciencia individual como para la conciencia colectiva, que se interaccionan. Decía muy bien Platón que “la calidad de la polis no depende de las encinas ni de las rocas, sino de la condición de cada uno de los ciudadanos que la integran”.

El cristianismo y el liberalismo, cada uno en su momento, fueron grandes promotores sociales, pues quebraron estructuras excesivamente rígidas e hicieron que los de abajo pudieran llegar arriba. En tal sentido fueron dos grandes procesos democráticos. Pero ninguno de sus teóricos abogó por la mediocridad ni renunció al “gobierno de los mejores”. Sólo el populismo actual, que no es democrático sino totalitario, adjura del ideal aristocrático y entroniza a los inferiores.

Qué lástima.

(1) Kakistoi: los peores. Es decir entonces, “gobierno de los peores”. Pensamos que sería ilustrativo la divulgación de este vocablo, dadas las circunstancias que atravesamos.